Un territorio de cereal y hornos encendidos
Mucho antes de que Castilla y León tuviera nombre, esta tierra ya hablaba trigo. En la cuenca del Duero —lo que hoy es el corazón cerealista de la comunidad— se asentaron los vacceos, una sociedad agrícola, autónoma e igualitaria, que convirtió el cultivo del cereal en su eje de vida.
No fue casualidad: este suelo, esta luz, este clima duro, eran perfectos para estos cultivos. Desde Tierra de Campos —el granero de España— hasta las paneras de Valladolid o los campos dorados de Salamanca, el trigo ha sido columna vertebral de la economía, la cultura y la dieta.
También ha moldeado una cultura del esfuerzo y la perseverancia. De aquí nacen algunos de los panes más icónicos del país. A lo largo de la historia, el cultivo de cereales, especialmente el trigo, ha sido uno de los pilares fundamentales de nuestra economía. Junto con la lana, es el producto que más exportaciones genera. Su comercio impulsó infraestructuras clave como la red ferroviaria y canales fluviales adaptados a la molturación y transporte del grano, lo que mejoró la comunicación de la Meseta con el resto de la Península. Además, se construyó el Canal de La Infanta para agilizar el transporte hacia los puertos del Mar Cantábrico.
El trigo ha sido el principal producto agrícola de la región hasta hace no tanto. En el siglo XIX, las primeras fábricas de harina reemplazaron los antiguos molinos, marcando una verdadera revolución en la producción. Sin embargo, el auge económico de los años 60 trajo consigo una sobreproducción que llevó a la búsqueda de cultivos alternativos. El sector comenzó a decaer, especialmente tras la incorporación de España al Mercado Común Europeo. A pesar de estos desafíos, la agricultura cerealista sigue siendo vital para la Comunidad, representando el 80% de la superficie agrícola destinada a cultivos herbáceos y entre el 30% y el 40% de los cereales producidos en el país.
Atendiendo a la naturaleza de la masa empleada, existen dos tipos de panes en Castilla y León: el pan de flama o miga blanda, y el pan candeal o pan blanco. Ambos comparten ingredientes esenciales —harina, agua, levadura y sal— pero difieren radicalmente en técnica, textura y carácter. Uno se aligera, se infla, respira. El otro se afirma, se soba, se asienta. Uno nace del aire; el otro, del músculo y la repetición. La coexistencia de estos dos tipos revela una región compleja, rica en herencias, donde el trigo ha sido más que cultivo: ha sido fundamento de cultura.
El pan de flama es el más popular en términos de volumen actual. Se elabora con harinas panificables de fuerza media y una hidratación que oscila entre el 60 y el 70%. Se deja trabajar por maquinaria moderna y, por ello, es el más extendido. Su miga es húmeda, ligera, alveolada; su corteza, a menudo abarquillada, crujiente. Bajo esta masa viven formas diversas y cada una guarda una historia.
Por ejemplo, las hogazas —como las de Astorga o León— se cuecen con pesos generosos, a veces superiores a los dos kilos, pensadas para durar varios días en despensas de madera y cocinas pausadas. El pan feo zamorano, con su aspecto rústico y amorfo, encierra una miga sabrosa y duradera. En Bembibre, se le conoce como hogacina. El panín, más pequeño, es hijo de la misma estirpe. Hay roscas, trenzas —formas simbólicas de herencia posiblemente judía—, panes de uña, panes trenzados leoneses, hogazas estrelladas, pan coleta, etc. Toda una cartografía comestible que habla con una voz de horno antiguo. El término hogaza hunde sus raíces en fogaza, voz antigua que en el siglo XVII designaba al pan basto, hecho con harina sin cernir, propio de gañanes y pastores. No se horneaba, sino que se enterraba en la ceniza, cerca del rescoldo, y allí tomaba cuerpo, sabor, rusticidad. Era un pan de caminos y chozos, de manos curtidas y jornadas largas, que hablaba de subsistencia y dignidad. Con el tiempo, la palabra se fue redondeando —como el propio pan— y pasó a nombrar esas piezas grandes, densas, de más de dos libras, que hoy reconocemos con esta denominación.
Pero es el pan candeal el que define el alma más íntima. Llamado también pan blanco, sobao, bregado, de cuatro canteros, amacerado o español es un pan de miga apretada, textura firme, corteza lisa y dorada. Se elabora con harinas de trigo muy blancas, de gran fuerza, y una hidratación mínima: entre el 40 y el 45%. Esa escasez de agua obliga a un trabajo manual o mecánico intensivo. Se amasa, se refina, se soba una y otra vez mediante cilindros que recuerdan más a un telar que a un horno. La técnica no admite prisas. El resultado es un pan limpio, duradero, de una elegancia austera.
En Castilla y León, el candeal se ha multiplicado en formas y nombres: el más común el pan circular en forma de hogaza aplastada con cinco cortes (el pan cortao, el pan de canteros de Medina del Campo, el pan de curruscos o de rescaños de Salamanca), decorado (el lechuguino; tan habitual en Simancas, Burgos, Dueñas, Valladolid, Palencia, Salamanca y la propia Medina del Campo). Hay panes de cuadros o rombos (pan de cuadros o labrado de Medina del Campo, pan de rombos), cortado por una incisión circular realizada con cuerda y que separa base y superficie (pan de polea de Valladolid), libretas castellanas (Salamanca), roscas candeales o semicandeales, y barras anchas y alargadas denominadas fabiola, de picos, o piña, según su formato y procedencia. Todas estas formas participan de la misma escuela: la sobriedad del candeal como metáfora de una tierra llana y de una cultura hecha de repeticiones y cuidado.
No es casual que, desde Valladolid, epicentro histórico de esta técnica, el candeal se expandiera hacia el sur a partir del siglo XVI. En 1563, el maestro panadero Francisco Mateo, al servicio de los banqueros Fúcares, llevó la técnica a Andalucía. Desde ahí, floreció. Lope de Vega alababa en sus versos el “pan de Gandul de mi vida, roscas de Utrera del cielo”. El candeal cruzó incluso fronteras: llegó a Normandía convertido en pain brié du Calvados, viajó como pam de callo a Portugal, recaló en el norte de África en los hornos coloniales de Argelia y Túnez. Pero su corazón permanece aquí.
Castilla y León no es solo técnica: es también inventiva. A la masa básica se le añaden sabores, recuerdos y recursos. De ahí las masas aceitadas, dulces o saladas, que aportan otra dimensión al pan: las tortas de aceite de Aranda de Duero, Fuensaldaña o Puente Villarente; el pan de aceite de Soria, que se enrolla como un caracol. Masas dulces como el pan de mosto de Valoria la Buena y Dueñas, bollo Maimón de Salamanca, bollos de leche, tortas fritas o churradas de La Armuña, obleas de Salamanca, la regueifa, de la comarca de Luna, pan y torta dulce de Gordón y de Valdepiélago. Resultaría casi imposible nombrarlos todos.
Por otro lado, los hornazos, que vienen a ser panes preñaos, herederos de un pasado nómada y pastoril como la pica de Benllera, el picón de Argüelles o el bollo de pastor maragato. Y las empanadas —del Bierzo, de Villafranca, de Sajambre—, o la singular langarto de Ágreda, con nombre de fábula y cuerpo de masa.
Hogazas o barras abiertas y rellenas de chorizo, lomo, panceta, carne magra, para la gente que ha de estar largo tiempo en el campo o de camino. El bollu preñau asturiano, pariente pobre ya que sólo lleva un chorizo dentro como sorpresa, encuentra su reflejo castellano en piezas que siguen elaborándose en Laciana y en Babia.
Pero no todo pan fue festivo. La Comunidad también conoce el pan de carestía, el pan de la necesidad. El que se hacía sin trigo, o con lo poco que había: pan de borona o boroncho (de maíz, en Oseja de Sajambre), el bazo maragato (de centeno), la cazucha (de salvado, en Sajambre y Valdeón), el pan de castañas en zonas de El Bierzo o La Cabrera. Panes pobres, sí, pero cargados de ingenio, identidad y resistencia.
Cada uno de ellos es una respuesta al entorno, una adaptación al clima, a las costumbres y a los ingredientes disponibles. No es casualidad que el candeal sea un habitual en los asados castellanos, donde su miga densa se impregna de jugos sin desmoronarse, ni que el pan de hogaza sea el compañero natural de los potajes y embutidos contundentes. La panadería es, en esencia, una geografía comestible.
Hoy, el gesto de volver a amasar se expande y resiste frente a las masas congeladas. En Castilla y León su consumo ha crecido un 18% en los últimos años. Aquí, donde viven 2,5 millones de habitantes, se ingieren unas 170.000 toneladas al año. Casi 186 gramos por persona/día, por encima de la media nacional de 150 g pero aún lejos de los 250 g recomendados por la OMS. Y con él, una red viva de más de 1.600 empresas panaderas que conservan el saber y el calor de los hornos.
Entre ellas, la Marca de Garantía Pan de Valladolid representa el primer sello de calidad panadera reconocido en Europa. La historia la recoge ya el Cronicón Albendense: desde Valladolid, salía pan hasta el monasterio de Yuste para alimentar al emperador Carlos V en su retiro. Hoy, esta denominación ampara ocho tipos: seis candeales (cuatro canteros, lechuguino, cuadros, polea, barra de picos y fabiola) y dos de flama (riche y rústica). El emblema sirve no solo para proteger un legado, sino para proyectar hacia el futuro la dignidad de un oficio.
La cultura del pan en Castilla y León no es nostalgia. Es presente. Es tierra, trigo, manos, tiempo. Y, sobre todo, legado.