El Capricho: la catedral carnívora que revitalizó un rincón olvidado de León
Por qué viajeros de medio mundo cruzan océanos para comer en un restaurante perdido entre montañas. La historia de José Gordón, el hombre que convirtió la crianza del buey en arte, negocio y salvación rural.
Hay restaurantes que sirven comida. Otros que sirven experiencias. Y luego está El Capricho, en Jiménez de Jamuz, un pequeño pueblo leonés que hasta hace unos años apenas figuraba en los mapas.
Allí, entre páramos y silencios rotos por el mugido de bueyes, José Gordón ha levantado un imperio a fuego lento, sin marketing artificial ni delirios de grandeza. Solo con tiempo, tierra y carne. Carne como pocas veces se ha probado. Carne calificada como una de las mejores del planeta por la revista Time.
Pero este no es solo un relato gastronómico. Es una historia de resistencia rural, de obsesión por la excelencia y de cómo un hombre y su equipo han revitalizado una comarca entera con la sola fuerza de una idea: recuperar al buey ibérico y elevarlo al sanctasanctórum que merece.
Una aldea y un sueño
En Jiménez de Jamuz habitan 782 vecinos. Durante décadas fue un pueblo como tantos otros: jóvenes que se marchan, tierras que envejecen y esperanzas en pausa. Sin embargo, en medio de ese contexto que viene a simular un cliché de la España vaciada surgió un proyecto tan insólito como tenaz: criar bueyes en libertad, acrecentarlos durante años sin prisas, sacrificarlos cuando su carne alcanza el punto exacto de maduración natural y después cocinarla con respeto casi místico.
Lo que hoy es un fenómeno internacional empezó en las bodegas excavadas por el abuelo de José, donde hace 40 años curaban vino y cecina. Bajo un tendejo de uralitas, “con unas puntas clavadas que a nada que te descuidaras te las podías clavar”, la familia levantó su primer merendero. Unas tablas hacían de mesa y asiento, y allí, la madre despachaba tortillas recién hechas mientras se servía el vino familiar: “Mi abuelo hacía 100 o 200 cántaros de aquellas, no más de 4.000 litros”. Sencillo, directo, suficiente.
Años después, Gordón las transformó en cuevas de maduración donde la carne pasa entre 120 y 180 días, secándose con meticulosa paciencia. Nada de cámaras de refrigeración industriales ni atajos. Solo piedra, temperatura constante y tiempo.

De la pasión al prestigio internacional
“Todo nació por pasión. No por rentabilidad”, repite José Gordón, que no se cansa de contar cómo pasó de cocinero de parrilla local a figura reverenciada en círculos gourmet internacionales. Su estilo es más de campo que de estrella Michelin, y esa es justamente la clave de su autenticidad.
Hoy, esa raíz ha crecido hasta convertirse en El Capricho, un proyecto que da empleo a 60 personas entre restaurante, cárnicas y campo —una cifra notable en una zona tan pequeña—, pero además se ha convertido en destino de peregrinaje carnívoro. Viajeros de Japón, Estados Unidos, Alemania o Australia cruzan el planeta para sentarse en sus mesas de madera y contemplar cómo chisporrotea una chuleta sobre las brasas. Y no se van decepcionados.
Alrededor, 120 hectáreas de cultivo y otras 20 de viñedo centenario —prieto picudo, mencía, cepas en vaso, como antes— nutren el alma del lugar. De esas viñas nace el vino de la casa. Y en la bodega, una de las más potentes del país, reposan más de 600 botellas de Vega Sicilia, algunas con más de un siglo. Cada una guarda el silencio de los años como si fuera un archivo líquido del tiempo, sellado con corcho.
José lo recuerda con una mezcla de lucidez y vértigo. “Unos gallegos de buen comer que paraban por aquí de vez en cuando me dijeron que por qué no compraba un buey. Que si lo compraba, ellos se comían la mitad”. Y así fue. Un día se plantó en una aldea “de la Galicia profunda”, donde le habían dicho que vendían uno. “Cuando lo vi, fue amor a primera vista”.
¿Qué tiene de especial esta carne?
Para empezar, no es carne de ternera. Es carne de Orí, machos castrados jóvenes que luego se crían durante años —a veces hasta 14— en pastos propios. Gordón busca razas locales, como la avileña o la alistana-sanabresa, y les da tiempo para crecer sin estrés. Lo que se consigue así es una carne con grasa infiltrada, sabor profundo, textura sedosa y una identidad imposible de replicar.
El proceso no acaba en la crianza. Viene después lo más delicado: la maduración. Aquí El Capricho marca una diferencia abismal. Mientras en la mayoría de los asadores se madura la carne durante 20 o 30 días, en El Capricho puede pasar hasta medio año antes de que llegue al plato. Cada pieza se controla a diario. Se voltea. Se examina. Se espera. No hay prisa.
Cuando por fin llega al fuego, se cocina al estilo tradicional: parrilla de carbón, sin adobos, sin inventos. Solo sal gruesa y el toque justo. Pero el resultado es otra liga: una carne que se corta con cuchara, con un sabor umami que parece diseñado por alquimistas.

Impacto rural: cuando el lujo es el arraigo
El Capricho no es solo un fenómeno foodie. Es también un modelo de desarrollo rural basado en la alta calidad y el arraigo. José Gordón no ha externalizado nada. Toda la cadena —crianza, sacrificio, despiece, maduración, cocina y venta— ocurre en un radio de pocos kilómetros. Eso le permite controlar cada paso, pero también garantiza que el valor generado se quede en la zona.

El restaurante da empleo a cocineros, camareros, carniceros, ganaderos, transportistas, diseñadores, agricultores. Muchos de ellos jóvenes que, de otro modo, habrían buscado fortuna en la ciudad. En un contexto donde muchos pueblos luchan por sobrevivir, El Capricho ha logrado no solo resistir, sino crecer sin traicionar su esencia.
“Podríamos abrir franquicias, crecer sin medida, pero no tendría sentido. Esto solo funciona si todo pasa aquí, con nuestras manos, en nuestro terreno”, dice Gordón. Su apuesta por la integridad y la trazabilidad absoluta ha calado hondo. Hoy El Capricho exporta carne a más de 20 países. Tiene tienda online, presencia en ferias gastronómicas, colaboraciones con chefs de renombre. Pero el centro sigue siendo el mismo: la parrilla de León.
Una mesa, una bodega, una idea clara
La experiencia en El Capricho es simple pero poderosa. El comensal baja a una bodega de piedra, iluminada con luz tenue. El aroma a carne y brasas flota en el aire. No hay pretensiones ni platos con diez ingredientes. Solo cortes nobles: chuletón, solomillo, cecina, lengua estofada, callos. Todo servido con respeto, sin fuegos artificiales.
Cada bocado es una declaración de principios. Aquí no se trata de reinventar la gastronomía, sino de reivindicar el origen. De recordar que en lo básico está lo esencial. De demostrar que un producto bien tratado puede ser más emocionante que cualquier espuma molecular.
Reconocimientos que no ciegan
Los premios han llegado en cascada. La revista Time lo incluyó en su lista de mejores experiencias gastronómicas del mundo. El ranking internacional Upper Cut Media House lo colocó como el segundo mejor restaurante de carne del planeta y el primero de Europa. Documentales, chefs con estrellas Michelin, influencers y críticos han desfilado por sus mesas. Pero en el fondo, José Gordón sigue siendo el mismo hombre que pasea entre sus bueyes, observa el cielo y decide cuándo es el momento justo de sacrificar.
“No puedes mirar solo los números. Tienes que mirar los ojos del animal, su calma, su dignidad. Solo así sabrás que es el momento”, dice. Esa filosofía —más cercana al pastoreo que al management— es lo que convierte a El Capricho en algo más que un restaurante.






