ORIGENES

El vuelo quieto

Palomares de Tierra de Campos: despensas de barro, arquitectura viva y memoria comestible

El barro cruje bajo mis pies. La tierra seca, quebrada por el sol de julio, dibuja surcos como arrugas en un rostro curtido. A lo lejos, entre trigales recién segados, se recorta la silueta de un cilindro solitario. No es un silo, ni un aljibe. Es un palomar. Y en su interior, resuena aún el batir de alas que una vez nos alimentó.

Marcos Pérez no es arqueólogo ni poeta, aunque camina entre ruinas que otros han olvidado y revive una lengua extinguida con manos de criador. Vive en Fuente de Nava, en plena Tierra de Campos, y lo que hace —criar paloma bravía para la gastronomía— no es un gesto de nostalgia, sino una forma de futuro. Heredero sin linaje de una tradición milenaria, trabaja cada día por devolver sentido y vida a un oficio que parecía haber desaparecido con el éxodo rural y los supermercados.

Como las barracas lo son en Valencia, los hórreos en Asturias, o los molinos en la Mancha, los palomares son una de las construcciones vernáculas más emblemáticas de Castilla y León. Un recurso cotidiano y completo, que convertía al palomar en símbolo de ingenio campesino y supervivencia. Hoy quedan vestigios de aquella arquitectura en ruina, a menudo deshabitados y vencidos por el tiempo. Pero también quedan manos que los cuidan. Alas que vuelven. Y mesas que los esperan.

En la economía cerrada del campo castellano y leonés, donde cada recurso debía aprovecharse al máximo, el palomar era una pequeña fábrica autónoma: producía carne, generaba abono, marcaba propiedad, curtía pieles y fabricaba pólvora.

Heredero sin linaje de una tradición milenaria, trabaja cada día por devolver sentido y vida a un oficio que parecía haber desaparecido con el éxodo rural y los supermercados.

En Tierra de Campos, se construyeron miles. Algunos de planta circular, otros cuadrangulares, casi todos de adobe o tapial, adaptados a la escasez de piedra en la comarca. Eran estructuras humildes pero ingeniosas, hechas para durar y funcionar. Dentro, decenas de nidales ordenados con precisión quirúrgica albergaban a la Columba livia, la paloma bravía domesticada. La cría era sencilla, constante y previsible. El guano, oro negro del campesinado, se recogía en el fondo del palomar y fertilizaba las tierras.

La paloma, como la abeja, no precisa de apenas cuidados: come los restos del grano, vuela libre, vuelve sola. En el ciclo agrario tradicional, todo encajaba con una lógica implacable: lo que sobraba a los humanos, alimentaba a las aves. Lo que defecaban las aves, enriquecía la tierra. Y, una vez sacrificadas, las palomas jóvenes —los pichones— se convertían en manjar ritual, en plato fuerte de bodas, de domingos y de ferias.

Palomar de barro en Tierra de campos I @jacilluch

Según el historiador Jesús Urrea, solo en la provincia de Palencia se llegaron a censar más de 5.000 palomares en el siglo XIX. En Villalón, en Ampudia, en Fuentes de Nava, era difícil caminar un kilómetro sin toparse con uno. Pero con la mecanización del campo, la emigración masiva y la llegada de fertilizantes químicos, los palomares dejaron de ser útiles. Se fueron vaciando, derrumbando. Algunos sobrevivieron como cobertizos, otros como decorado involuntario del turismo rural. La mayoría, como testigos silenciosos de una cultura que dejó de parecer rentable.

Se estima que en esta vasta comarca —que abarca unos 4.500 kilómetros cuadrados y 165 pueblos de las provincias de Zamora, Palencia, Valladolid y un poquito de León— existen unos 3.000 palomares. El número impresiona, pero oculta la herida: no hay un censo oficial y muchos de ellos, como estelas olvidadas, se desmoronan sin testigo ni luto.

Palencia es, quizá, el epicentro simbólico de esta arquitectura. La tierra de adobe y barro donde el palomar se volvió lenguaje. Allí, la iniciativa Palomares de Palencia, impulsada por la Diputación junto con la delegación local del Colegio Oficial de Arquitectos de León (COAL), ha tratado de poner orden en la ruina. «Son parte de la historia de Palencia. Son edificios que perdieron su función, pero por el valor identitario merecen una conservación» dice Pilar Díez, su coordinadora.

Bajo su trabajo de documentación, se han inventariado más de 300 palomares en Palencia. Las cifras pintan un retrato desigual: solo un 25% se encuentra en buen estado; el 50%, en conservación regular —aunque podrían mantenerse con pequeñas actuaciones—; y el restante se halla en estado ruinoso. Al menos uno de cada diez ya es solo sombra. Desde 2021, las ayudas públicas de la Diputación intentan frenar esta pérdida, centradas en la conservación mínima: reparar tejados, reforzar estructuras, mantener la dignidad sin reconstruir un decorado falso.

Pero, ¿acaso no es el palomar un relicario de una función extinta?

Palomares de Tierra de campos

Hoy, con los pueblos vacíos y la cadena alimentaria monopolizada por los ultraprocesados, la pregunta no es si podemos conservar los palomares, sino ¿podemos devolverles su sentido? Y algunas iniciativas valientes han decidido contestar que sí.

El palomar es arquitectura animal. Un vientre de barro dispuesto a albergar vida. En 2019, la Fundación Rehabitar —una organización con sede en Cuenca de Campos que lleva años documentando el patrimonio de la comarca— dió un paso inusual: fomentar y poner en valor la arquitectura tradicional de la comarca con especial atención al patrimonio construido en tierra. Así nació Apadrina un Palomar, bajo la marca comercial Alas de Campos, y con la arquitecta Izaskun Villena al frente, el proyecto dio vida a un modelo insólito: rehabilitar palomares, poblarlos con pichones bravíos y devolver su carne —antigua, magra, noble— a la gastronomía contemporánea.

Su alma operativa fue Izaskun Villena, arquitecta donostiarra instalada en Castilla. Con ella y el respaldo de la fundación, se inauguró en 2019 un matadero de pichones en Cuenca de Campos, y una nave en Fuentes de Nava se acondicionó como palomar productivo. La apuesta fue doble: recuperar la arquitectura y rescatar el alimento. El modelo funcionó. Varias firmas de alta cocina y tiendas gourmet de la región incorporaron sus productos al catálogo.

Gracias a ayudas públicas y colaboración privada, se restauraron diez palomares ubicados en nueve municipios, empezando por el de Villamartín de Campos –con una inversión de 25 000 € en solo una restauración– y la iniciativa abasteció talleres, voluntariados y visitas guiadas. Además, el estiércol recuperado se vendía a hortelanos y agricultores locales, incluidos proyectos de agricultura ecológica, cerrando su propio ciclo de economía circular.

Sin embargo, la rentabilidad no ha resultado ser la esperada. Los palomares están lejos entre sí —con costes de desplazamiento elevados— y la pandemia de 2020 cortó el impulso al cerrar restaurantes. También echó en falta apoyos específicos en I+D para consolidar el producto. “Tenemos toda la producción vendida”, dice Villena, pero considerar este modelo económicamente viable sigue siendo un reto.

A pesar de ello, la marca persiste. Produce unos 200 pichones a la semana, y mantiene presencia en ferias y espacios gastronómicos buscando sensibilizar al público: “Emprender en el medio rural es insistir y resistir”, afirma Izaskun.

Pero lo que no sobrevive en la mesa quizá lo haga en el papel. A nivel paralelo y desde hace más de una década, Irma Basarte Díez, una fotógrafa y activista nacida en Suiza y criada en León, ha documentado más de 3.000 palomares patrios y ha publicado junto al fotógrafo José Benito Ruiz: Palomares singulares de España. un ambicioso inventario visual en dos volúmenes, donde hacen especial hincapié en Castilla y León. Cada imagen en su libro lleva un código QR y permite seguir la ruta en mapas interactivos.

Palomares de Tierra de campos

Cuando una paloma vuela, el paisaje se pliega. El batir de sus alas parece un eco: lo que fuimos, lo que tal vez aún podamos ser. Salvar los palomares —como los hórreos, como las eras, como los molinos— no es una cuestión estética. Es una forma de pensar el mundo. Desde la intemperie. Desde el hueco de un nido. Desde la posibilidad de que otra lógica aún es posible: más pausada, más justa, más pegada a la tierra.

Porque no se trata de salvarlos por romanticismo. Se trata de recuperar un sistema de producción sostenible, circular, profundamente arraigado a un ecosistema que hoy necesita referentes de proximidad y sentido. Cada palomar restaurado, cada ave reintroducida, cada plato de pichón guisado que se sirve con respeto, es una declaración de que el patrimonio no está muerto si se le devuelve su voz.

Engulle nuestra Newsletter

Relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba