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Gastrología: pensar la gastronomía más allá del plato

(Una reflexión inspirada en “El idiota gastronómico”, de Iñaki Martínez de Albéniz)

¿Y si el mayor obstáculo para pensar la gastronomía fuera la forma en que la entendemos?

Una de las trampas más persistentes de la gastronomía contemporánea es la apariencia de consenso. Como si ya se hubiera dicho todo. Como si ya hubiéramos llegado. Una especie de confort cultural donde se come bien, se aplaude mejor y se piensa lo justo. Pero bajo esa superficie reluciente de estrellas y selfies hay una pulsión incómoda, un rumor que exige algo más.

Iñaki Martínez de Albéniz lo nombra con precisión en El idiota gastronómico. No con el ánimo de destruir lo construido, sino con la lucidez de quien quiere mirar donde nadie quiere mirar: la gastrología. Un concepto incómodo para quien confunde gastronomía con lujo, técnica o marca personal. Pero sugerente para quienes creemos que comer no es únicamente placer, sino también contexto, poder, cultura y contradicción (entre otros menesteres).

Porque la gastronomía, dice Albéniz, se ha convertido en una caja negra. Funciona, tiene éxito, seduce. Pero ese éxito, precisamente, la vuelve opaca. Cuanto más brilla, menos se cuestiona. Pero lo que no se puede cuestionar, no se puede transformar.

En el corazón de esta propuesta hay una distinción crucial: la gastronomía del nomos frente a la del logos.
La primera se acomoda en las sociedades normativas: “pocos hacen, otros miran, muchos obedecen”. Hay un saber tácito que no se toca: el chef cocina, el comensal calla y paga, la crítica aplaude. Lo que queda fuera del plato —la procedencia de los ingredientes, la organización del trabajo, las lógicas de clase— apenas se menciona. Una forma de mirar que es casi siempre reverencial
La segunda, en cambio, se inscribe en las sociedades reflexivas: no hay mandato, hay controversia. Se piensa, se cuestiona, se pone en duda el orden de las cosas, incluso cuando ese orden funciona.

¿Y si hubiera otra forma de pensarla? ¿Y si nos atreviéramos a abrir la caja negra?

Entiendo esa idea de gastrología como un intento por desnormativizar el pensamiento gastronómico. Sacarlo de la obediencia. Alejarlo del deber ser y devolverlo al terreno fértil de la pregunta. No se trata de una nueva disciplina que venga a ordenarlo todo con fórmulas químicas o datos neurosensoriales. Es más bien un marco, una lente, una urgencia. Una ciencia en el sentido amplio del término logos: conocimiento, controversia, cuestionamiento. 

Es, también, un cuestionamiento frontal al relato dominante. Ese que sigue situando al restaurante como el alfa y el omega de la experiencia gastronómica. El templo. El escenario. Todo gira en torno a él: el chef, la comida, el comensal. Cuatro puntos cardinales que parece que únicamente marcan el mapa. Pero ¿y si las cosas más interesantes ocurren fuera del plato? ¿Y si el gesto verdaderamente transformador no está en la cocina sino en el universo que la rodea?

A muchos les sigue desconcertando que un cocinero no cocine, que dé una charla, que investigue, que piense. Porque seguimos esperando que reproduzca un guion, que siga anclado a los fogones. Pero la gastronomía también es lenguaje, y como tal, también se escribe, se teoriza, se tensiona. No es una exhibición para agradar y, por lo tanto, es una práctica social que necesita ser repensada.

Vivimos en una época donde el comensal ya no es ese sujeto sumiso, desinformado y agradecido. La cultura digital ha transformado el mundo. Ya no basta con impresionar desde el plato: hace falta decir algo más. La experiencia gastronómica no puede pensarse únicamente para ser digerida. Tiene que ser interpretada, compartida, discutida. Y para eso, hay que cambiar el marco cognitivo desde el que la miramos.

La gastronomía no puede seguir funcionando como un espectáculo con jerarquías inamovibles. El chef rockstar. El restaurante altar. El comensal receptor pasivo. La crítica como eco. Esa estructura ya no nos sirve para entender lo que está pasando, ni lo que puede pasar. Necesitamos otras narrativas. Otra forma de relacionarnos con lo que comemos, con quien lo hace posible, con el porqué lo hacemos.

La gastrología propone un desplazamiento. No de la suma de disciplinas, sino de una mirada relacional. La gastronomía es por naturaleza multidisciplinar, pero eso no significa que todas sus materias hablen entre sí. De hecho, muchas veces operan como compartimentos estancos. Lo que necesitamos no es relativismo, sino relacionismo.
De hecho, el reto está en sincronizar relojes: los de las ciencias duras (como la física, la química y la biología), los de las ciencias blandas (como la sociología, la historia y la psicología). Donde las primeras no se impongan como credenciales de rigor, para que la mirada crítica, cultural y curiosa dejen de subordinarse a la métrica.

En ese sentido, el restaurante puede pensarse como un campus universitario. Un espacio de ensayo y error. De I+D. De transmisión de conocimiento. De generación de preguntas. Pero también como un ágora, donde la comida sea una excusa para el encuentro, no para el deleite. Comer, en definitiva, como un acto político, afectivo, simbólico. Como un lugar de socialización radical.

La gastronomía no es popular porque ahora esté de moda, que sí. Si no porque es un hecho común, diario, básico y necesario. Pero entre el acto de alimentarse y la experiencia de comer hay un mundo. Y ese mundo necesita ser iluminado con otras linternas. No desde la fascinación acrítica por la técnica, ni desde el elitismo, ni solo desde el ángulo que convierte la cocina en hedonismo. Si no desde una forma de pensar lo gastronómico como territorio compartido, poroso, incómodo y fértil.

La transformación pasa por modificar los relatos. Por desactivar las inercias. Por construir un nuevo imaginario gastronómico que no responda al canon sino al contexto. Que no reproduzca lo exitoso, sino que proponga lo significativo. Y para eso, necesitamos una ciencia gastronómica que no repita dogmas, sino que produzca conocimiento. Una ciencia reflexiva, abierta, situada. Una ciencia acorde al hoy.

La gastrología, entonces, no es una solución. Es una grieta. Una forma de escapar de la gastronomía-mercancía, de la cultura gastro de la reverencia y la postal. Una invitación a mirar con otros ojos, a preguntarnos por qué comemos lo que comemos, cómo nos influye, cómo lo aprendimos, qué discursos estamos repitiendo sin querer.

Porque sí, la gastronomía es lenguaje, capacidad, placer, representación. Y eso no se entiende solo desde el plato, sino desde el pensamiento crítico e inquieto.

Comer, al final, también es una forma de pensar el mundo. La gastrología solo nos pide que lo hagamos con un poco más de conciencia, con menos obediencia. Y quizás, con un poco más de “hambre”.

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