Oro líquido en tierras de escarcha
Un viaje al corazón del olivo de Castilla y León
No hay paisaje sin historia, ni alimento sin memoria. Entre los valles abulenses, los arribes zamoranos y los llanos de Valladolid, Castilla y León conserva un legado insospechado: el del olivo. Aunque a menudo eclipsado por la fama de Andalucía, el aceite que aquí se produce no compite en volumen, sino en carácter. Cada gota es fruto de siglos de adaptación, resistencia y reinvención.
Este viaje comienza mucho antes de que se cultivaran olivos en la región. Mucho antes incluso de que los romanos domesticaran el olivastro primitivo, ese arbusto robusto que aún crece silvestre en el Mediterráneo. La historia del aceite de oliva en Castilla y León no es lineal ni uniforme. Es una historia de supervivencia y retorno, marcada por el clima, la religión, la economía y, en los últimos años, por el orgullo redescubierto de quienes saben que aquí también se hace oro líquido.

Cuando uno piensa en aceite de oliva, la mente se va al sur: los mares de olivos de Jaén, los campos infinitos de Córdoba, las almazaras blancas de Andalucía. Pero pocos saben que, en la Meseta Dura, en los pliegues del terreno de Castilla y León, también hay frutos que brillan al sol. Aquí, entre viñas, encinas y cereales, el olivo resiste tímidamente porque, a pesar del clima, la altitud y el olvido, produce uno de los aceites de oliva virgen extra (AOVE) más puros, complejos y premiados del país.
A diferencia de otras regiones de España donde este arbusto es parte del paisaje cotidiano, en Castilla y León su presencia es discreta. Pero ahí está. Sobrevive entre sierras, valles escondidos y pueblos donde el tiempo late más despacio. El olivo aquí es resistencia. Y su fruto, un testimonio de siglos de sabiduría y adaptación.
Si bien es cierto que el olivo llegó a la península ibérica gracias a fenicios y griegos, fueron los romanos quienes consolidaron su cultivo. El aceite sustituyó a otras grasas animales por su sabor, su ligereza y sus propiedades médicas. Incluso Hipócrates lo recomendaba para curar heridas y aliviar dolores musculares.
La llegada de los romanos en el siglo III a.C. marcó un antes y un después en la agricultura ibérica. Los campos de Hispania se convirtieron en parte del engranaje de abastecimiento del Imperio. Las vías romanas acarreaban soldados, pero también ánforas llenas de aceite. Aunque la Bética y la Tarraconense fueron los grandes centros productores, existen evidencias de que las provincias del norte también jugaron un papel en la distribución y refinamiento del aceite. En Castilla y León, aunque el clima templado de la meseta no favorecía el cultivo masivo como en las regiones más al sur, algunas zonas con microclimas favorables, como el sur de Ávila y la zona de los Arribes del Duero, ya albergaban olivos y pequeñas almazaras rudimentarias.
El aceite de oliva, junto con el vino y el trigo, formó la base de la conocida «tríada mediterránea«. Pero además de tratarse de un producto de consumo, también era símbolo de estatus, un ingrediente en ceremonias religiosas y un bien altamente valorado en los mercados de Roma.
Para los devotos, la rama del olivo simboliza paz. En el cristianismo, la paloma del Arca regresó a Noé con una de estas y en la cultura griega, los campeones olímpicos eran coronados con ellas. Este arbusto, entonces, ya tenía una carga simbólica que iba mucho más allá del cultivo.
Cuando el Islam llegó a la península en el siglo VIII, el aceite de oliva dio un salto cualitativo. Los musulmanes introdujeron la almazara —del árabe «al-ma’sarah», lugar donde se exprime— como maquinaria eficiente, mejoraron las técnicas de prensado y, sobre todo, llevaron el aceite a nuevos usos: perfumes, ungüentos y remedios médicos.
En la cultura islámica, el olivo también es árbol sagrado. En el Corán se menciona como “el árbol bendecido”, y su aceite se usaba para alimentar las lámparas de las mezquitas.
El término «aceite» proviene también del árabe az-zayt, testimonio lingüístico de la importancia de esta civilización en la historia olivarera de la península. En Castilla y León, el dominio musulmán fue menos prolongado que en otras regiones, pero su influencia quedó impregnada en las costumbres agrícolas y culinarias, en la introducción de nuevas variedades y en la consolidación de una gastronomía donde el aceite se integró de manera definitiva.
Tras la Reconquista y la consolidación de la Corona de Castilla el aceite de oliva vio disminuir su presencia en nuestras cocinas. La manteca de cerdo, de fácil obtención y con una fuerte vinculación con las tradiciones ganaderas de la región, se convirtió en la grasa predominante en la alimentación cotidiana. No obstante, en abadías y en las casas de las élites, el aceite de oliva nunca dejó de estar presente.
Monasterios de Ávila, como el de Santo Tomás, documentaban sus propios olivares y registraban la producción en libros de cuentas siendo claves en la conservación y difusión de la oleicultura. En pueblos como Pedro Bernardo o Sotillo de la Adrada, el cultivo persistía gracias al trabajo comunitario: vecinos que compartían prensa, tinajas y conocimientos.
El olivo también jugó un papel en la economía feudal: se usaba como pago en especie y como bien heredable. Era el árbol que garantizaba estabilidad, incluso cuando el trigo o la vid fallaban.
En los siglos XV y XVI, durante el auge de la Inquisición, el uso exclusivo de aceite de oliva levantaba sospechas. Se consideraba señal de judeoconversos o moriscos, que evitaban la manteca de cerdo por motivos religiosos. Cocinar con aceite podía ser motivo de denuncia.
Paradójicamente, al mismo tiempo, el aceite era esencial en la liturgia católica: ungüento para sacramentos, luz para las iglesias. Esta contradicción resume la compleja historia del aceite de oliva: tolerado, perseguido, venerado y, al fin, asumido como parte integral de su cultura.
El AOVE de Castilla y León es un producto excepcional. En nuestra Comunidad la producción de aceite es limitada. Apenas se superan los 5.000 kilos por hectárea. Para obtener un litro de aceite se requieren entre 6 y 8 kilos de aceitunas, frente a los 4 kilos del sur. Pero lo que se pierde en cantidad se gana en calidad. La recolección se adelanta para evitar las heladas, lo que genera aceites de color verde intenso, con notas herbáceas y frutadas. Menor maduración, mayor carácter.
En Ávila, la producción crece: 8,4 millones de kilos recogidos en la última campaña. La variedad Manzanilla Cacereña y su prima, la Redondilla predominan, aunque también se cultivan Cornicabra, picual y gordera. Salamanca y Zamora presumen de su Zorzal de Arribes, más amarga y picante. Valladolid y Zamora apuestan por la Arbequina, Arbosana y Chiquitita en plantaciones más modernas.
El Valle del Tiétar ya cuenta con Denominación de Origen Protegida. Más de 3.500 agricultores y 4.000 hectáreas de olivar han logrado un hito para Ávila. El reconocimiento europeo es el fruto de años de trabajo por parte de la Asociación de Olivareros del Sur de Ávila y la Diputación provincial. Este avance ha devuelto vida a olivares abandonados, ha fijado población y ha atraído a jóvenes al campo.
“El olivar puede ser rentable”, afirma Pedro Gómez, presidente de la asociación. No se trata solo de producir, sino de producir con calidad. El Itacyl (Instituto Tecnológico Agrario) ha respaldado el proceso con estudios, formación y certificaciones. El objetivo: AOVEs únicos, con carácter, de altísima calidad, monovarietales y coupages equilibrados y reconocibles en el mercado nacional e internacional.

El sector oleícola de Castilla y León enfrenta amenazas reales. Entre 2010 y 2020 la producción cayó un 35,7%. En Ávila la caída fue del 46,3%; en Salamanca del 33,3%. La rentabilidad es baja y muchas explotaciones sobreviven por la venta directa o el autoconsumo.
Sin embargo, hay signos de esperanza. Algunas almazaras, como El Puente (Salamanca), resisten con productos diferenciados. El Grupo Olivarero del Duero ha estrenado una almazara en Sanzoles (Zamora), apostando por plantaciones superintensivas. Julio Manzanero, desde Ávila, exporta su ‘Oro de Gredos’ a Brasil, Alemania e incluso Italia.
Además, Castilla y León ya cuenta con la primera almazara ecológica certificada en Ahigal de los Aceiteros (Salamanca), bajo el sello Abade. Más de 120 hectáreas están hoy en conversión hacia la agricultura ecológica, especialmente en Valladolid, en el Valle del Esgueva y Medina del Campo.
Sin embargo, para que el aceite de oliva de Castilla y León alcance su verdadero potencial es crucial garantizar la viabilidad económica de los productores. La modernización del cultivo, la diversificación de variedades y una estrategia de comercialización más efectiva serán clave para asegurar que este legado no se pierda. En un mercado dominado por las grandes regiones aceiteras del sur, el futuro del oro líquido castellano y leonés dependerá de su capacidad para diferenciarse y reivindicar su lugar en la mesa de los consumidores.
Porque mientras haya un olivo en pie en la Sierra de Gredos, en las laderas del Tiétar o en los Arribes del Duero, seguirá viva una historia que merece ser contada y degustada.