ORIGENES

Max Vázquez, el alquimista que convirtió Burgos en memoria líquida

Un artesano de aromas, memorias y paisajes que convirtió la ciudad en experiencia sensorial.

Hay quienes viajan con los pies y quienes lo hacen con los sentidos. Max Vázquez pertenece a esa estirpe peculiar de creadores capaces de condensar un territorio entero en un sorbo, de atrapar la memoria de un paisaje en un aroma fugaz que permanece en la piel del recuerdo. Su historia es la de un alquimista contemporáneo que, armado con paciencia de artesano y obsesión de perfumista, ha hecho de Burgos no solo su ciudad de acogida, sino también su materia prima más preciada.

Entro en el bar de Binilo una tarde de septiembre. Afuera el aire empieza a enfriarse, y dentro, en la penumbra amable de la sala, todo huele distinto: un perfume ligero a especias, a madera tibia, un aroma que me obliga a bajar el ritmo. Es uno de esos lugares en los que de pronto apetece quedarse. Detrás de la barra está Max Vázquez.

No se presenta con solemnidad. Sonríe con una calma serena y enseguida empieza a hablar, como quien abre un cuaderno que ha ido llenando poco a poco. Su voz no es la de alguien que atiende por rutina; es la de alguien que narra, que quiere compartir el porqué de cada gesto. Le escucho mientras me acomodo en un taburete alto, como si en lugar de pedir una copa hubiera venido a escuchar un relato.

Max llegó a Burgos hace siete años, cuando la ciudad todavía era para él un mapa por descifrar. “Para mí era una localidad nueva, con naturaleza, con monumentos… mi recorrido de casa al trabajo era mi vida. Quise reflejar esa identidad a través de mi profesión”, me confiesa. Lo dice sin grandilocuencia, casi en voz baja, como quien revela un propósito íntimo. En esa frase se adivina lo esencial: una forma de traducir lo invisible.

Intuyo que Vázquez no se limita a observar, es alguien que escucha, huele, palpa y lee. Atiende al rumor del Arlanzón, a la humedad que se impregna en la piedra, al crujido de los sarmientos en una lumbre de invierno. Esos detalles que se escapan a la mayoría, él los guarda como si fueran semillas. “Mi trabajo es una forma de vida: vivo y voy aprendiendo. Todo me enseña”, dice. Y pienso que quizá esa sea su verdadera técnica: una atención rotunda y una sensibilidad que convierte lo cotidiano en materia de creación.

Niche: un Burgos para beber

Su empeño, desde entonces, ha sido uno: dar voz líquida a todo aquello que lo rodea, hacer de su profesión un espejo donde se reflejen la memoria, la identidad y la emoción.

A esa obsesión le puso nombre: Niche. Una colección de diez cócteles que son diez poemas líquidos, diez ventanas abiertas a la esencia de Burgos. La inspiración le vino de las fragancias nicho, esos perfumes que se distinguen por la rareza de sus ingredientes y por el cuidado casi litúrgico con que se elaboran.

“Quería que Burgos se pudiera beber”, me confiesa. Y lo consiguió. Cada pieza de la colección es una cartografía sensorial: del humo de los sarmientos al frescor de la lavanda, de la contundencia de la morcilla al dulzor inesperado de las manzanas de Caderechas. Ingredientes humildes y nobles que, en sus manos, se convierten en acordes de una sinfonía líquida.

Mientras habla, reparo en que sus manos se mueven con la delicadeza de un perfumista. Y no es casualidad: la coctelería, para él, empieza en la nariz. Un aroma puede despertar recuerdos antes incluso de la cata. Sus brebajes no solo se beben, también se huelen, se contemplan, se escuchan. Son experiencias completas, diseñadas para que quien se acerque a la barra guarde un recuerdo que va más allá de lo gustativo.

No hace falta conocer las recetas para intuir la magnitud del proyecto. Basta con evocar algunos de los nombres: Óleo Paisaje abre como un amanecer: notas cítricas que se estiran sobre camas de flores silvestres y semillas tostadas. El Cartuja Julep huele a piedra húmeda, a jardines recogidos; es el soplo fresco que deja un claustro. Sobremesa concentra la mesa familiar, el lechazo y la conversación que se prolonga hasta que la noche se vuelve rumor. Ribera es el juego del espejismo: una bebida que se presenta como vino y que, sin embargo, subvierte la expectativa. Catedral, envejecida y declarada al tiempo, es un monumento bebible, coronado por un rosetón de galleta que hace eco del ventanal gótico.

El relato se vuelve aún más sólido cuando habla de quienes hacen posible los ingredientes. “Hablé con los productores, con quienes elaboran la manzana de Caderechas, las alubias de Ibeas… me gusta dar valor a las personas”, me dice. Y siento que hay un respeto real en esa forma de trabajar: no es solo un discurso de cercanía, sino un compromiso tangible. Y ahí me gana.

Max Vázquez, de ‘binilo’, catando el cóctel Catedral con la galleta con forma de rosetón I Anaís Art

El oficio del alquimista

La magia de Max no está en el artificio tecnológico, aunque podría. Está en la paciencia, en la escucha, en respetar el ritmo natural de los ingredientes. Su laboratorio se parece más al de un profesional de las fragancias que al de un químico: maceraciones lentas, emulsiones cuidadosas, procesos que requieren horas, a veces días, hasta que la materia prima habla por sí sola. “Mi filosofía es respetar el proceso natural. Si intervengo, que sea con frío, calor o tiempo, nunca con atajos que distorsionen la esencia”, me explica.

Ahí reside quizá el secreto: en no forzar la naturaleza, sino acompañarla. Como el perfumista que deja reposar un aceite esencial hasta que madura, Max deja que un recuerdo se destile lentamente hasta convertirse en experiencia.

Si tuviera que elegir una palabra que defina su forma de trabajar, sería tiempo. Nada en él parece precipitado. En su obra, no es obstáculo: es ingrediente. “En el cóctel Catedral lo añejé tantos días como años tiene el templo catedralicio. Era un juego con la historia y con la espera”, recuerda. Ese detalle me fascina: la bebida como memoria materializada. No es solo lo que se prueba, sino lo que se evoca. Al beber, uno no se enfrenta a un sabor aislado, sino a un archivo, a una huella que remite al pasado y lo trae al presente.

Entre música y eternidad

Cuando la conversación gira hacia el futuro, aparece su proyecto más reciente: una colección de cócteles inspirados en mitos musicales de los cincuenta y sesenta. Estudia figuras, estética, colorimetría de la época para que cada copa no solo sepa a canción, sino que huela, luzca y suene como ella. “Imagino un trago que reproduce la voz áspera de un cantante, otro que sabe a los acordes dulces de una guitarra, otro que lleva en sí la nostalgia de un vinilo girando lentamente”, me cuenta con brillo en los ojos. Pienso en beber música, en escuchar con el paladar. Otra forma de explorar la memoria, esta vez sonora.

Pruebo el Aretha Franklin. Me acaricia el paladar como lo haría una de sus baladas: suave, dulce, cítrico. Dulzura con carácter con una base cremosa y láctica —el mordisco de chocolate blanco — que crea una textura suave y envolvente.

La ambición es la misma que en Niche: que el cóctel no sea efímero, sino un vehículo de trascendencia. Que no se quede en la sorpresa inmediata, sino que toque esa fibra secreta que convierte la emoción en recuerdo.

La emoción como destino

Hablar de Max es hablar de un creador que quiere provocar emoción, despertar recuerdos, llevar al comensal a un lugar inesperado. “Mi sueño es que alguien, al probar un cóctel, reviva un recuerdo propio, único, intransferible”, confiesa.

La barra, bajo su batuta, no es un mostrador: es un espacio de escucha. “Aquí cuido a la gente. Escucho, ajusto, trato de que cada uno se sienta acompañado. A veces soy un poco curandero, un poco terapeuta”, admite. Y lo creo. Su forma de mirar y de mover las manos transmite una delicadeza poco común en la hostelería.

Aquí la bebida es pretexto. Lo esencial es el vínculo: ese instante en que un sabor se enlaza con un recuerdo personal, con un paisaje de infancia, con una melodía que parecía olvidada.

Un legado en construcción

Quizá lo más admirable de su trabajo es cómo respeta la tradición al tiempo que la renueva. Cada ingrediente está ahí por su vínculo con esta tierra, con su gente, con su historia. Pero en su manera de tratarlos hay una mirada contemporánea, libre y experimental que los eleva a otro plano. Así, lo que pudo ser curiosidad se ha convertido en legado líquido: una nueva forma de mirar Burgos y de darle voz a través de la coctelería.

Su visión es clara: formación, sistematización y dignificación. “Lo tengo clarísimo: la coctelería todavía no se trabaja como debería. Muchos locales la incluyen como algo más, sin darle tiempo y espacio”, señala. No lo dice como reproche, sino como desafío: especializarse, construir identidades propias para cada bar, crear rutas de descubrimiento. “Si cada local tuviera su identidad… sería un gusto pasear por las Llanas y visitar locales”, imagina.

La conversación se acerca al final y Max me revela su propósito mayor: dejar testimonio. “Quiero escribir un libro y, sobre todo, hacer que esto se convierta en patrimonio inmaterial de Burgos. Que podamos visitar la ciudad, pero también beberla y olerla”, afirma.

Salgo del bar cuando ya ha oscurecido. El aire es frío y claro, como acostumbra en este mes. Camino despacio, con el sabor todavía en la boca y la sensación de haber viajado sin moverme apenas. Pienso en lo que Max ha hecho: abrir una puerta sensorial hacia la ciudad, enseñarnos que también se puede recorrer con el paladar y la memoria.

Y me llevo conmigo una certeza: algunos lugares no se olvidan porque en ellos se cruzan la hospitalidad, la belleza y el tiempo. Max lo sabe. Por eso sus cócteles son recuerdos encapsulados, aromas que permanecen como huellas invisibles en la piel.

Esta es la propuesta de Max. Y tras compartir una tarde con él, entiendo que no es metáfora, sino una manera nueva, íntima y poética de habitar una ciudad.

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