LO QUE SE CUECESOBREMESA

Cuando Castilla y León arde, ¿qué nos queda en la mesa?

Las llamas arrasan pueblos, cultivos, hectáreas, ganado. Castilla y León se quema cada verano y la pregunta es siempre la misma: ¿cuánto más podremos soportar?

No es solo el calor lo que quita el sueño estas noches, si no la certeza de que Castilla y León arde. Lo que se consume no son solo bosques: es la vida de un campo que nos alimenta y que cada verano se queda más solo frente al fuego.

El incendio ha calcinado más de 39.000 hectáreas entre León y Zamora —y los que siguen activos en Ávila, Salamanca y otras provincias— es también un símbolo de la fragilidad de un modelo que deja a los pueblos solos frente a la tormenta perfecta: calor extremo, abandono del monte, escasez de medios y una población rural cada vez más reducida.

El Sistema de Información Europeo de Incendios Forestales (EFFIS) señala que este incendio es el más grande del siglo en España. El precedente más cercano en la zona, el de 2012 en Castrocontrigo, arrasó 12.000 hectáreas. Ahora hablamos de más del triple. Más de 168 dotaciones han trabajado día y noche para intentar contener un monstruo que no para de alimentarse.

Han muerto ya tres personas, entre ellas dos voluntarios de Castilla y León. Decenas más han quedado heridas. Más de 7.000 personas de 42 pueblos han tenido que abandonar sus casas. Algunos han vuelto y se han encontrado con todo convertido en ceniza. Otros, con sus cultivos dañados, sus animales sin alimento, su horizonte deshecho. Pero más allá de la tragedia humana inmediata, hay un duelo silencioso que comienza ahora.

Y aunque la noticia suele contarse en cifras —hectáreas, dotaciones, heridos— lo que arde en realidad es mucho más. Cuando se habla de incendios, solemos pensar en pinares, en robledales, en montes. Pero aquí lo que se ha perdido va mucho más allá. Viñedos enteros, olivos, almendros, nogales, huertas familiares, colmenas de abejas que ya no volverán. Pastos cosechados para alimentar a vacas, ovejas y cabras que ahora se quedan sin forraje. Y también la fauna que sostiene el equilibrio del campo: aves, insectos, micorrizas que dan vida al suelo.

El golpe a la gastronomía regional es evidente. La pérdida de viñedos jóvenes implica años de espera hasta que vuelvan a dar fruto con la misma calidad. Los olivos tardarán generaciones en recuperarse. Las colmenas arrasadas significan menos miel, menos polinización, menos futuro para la fruticultura. El queso que presume de denominación de origen necesita animales bien alimentados, y sin pastos disponibles muchos ganaderos tendrán que endeudarse comprando pienso o reduciendo sus rebaños.

Cada producto que asociamos a Castilla y León se tambalea cuando el campo queda herido. Y con ellos, también la identidad cultural de una tierra que se cuenta a través de lo que come.

El fuego arranca árboles, memorias y la confianza de que habrá una próxima vendimia, una próxima cosecha, o un otoño con setas en los mercados. Y lo más duro es que lo hace en silencio. No hay titulares que expliquen el tiempo que tarda un olivar en volver a producir o el coste que soporta un agricultor que ha visto arder sus tierras.

La cocina de Castilla y León —sólida, recia, heredera de siglos— depende de un territorio vivo. El botillo, la alubia de la Bañeza, el queso zamorano, las manzanas reinetas del Bierzo, los garbanzos de Fuentesaúco, la cecina… Todo eso necesita tierra fértil, agua, biodiversidad, agricultores que se queden. Sin ellos también arde la posibilidad de que en unos años nuestra mesa sea la misma.

Lo que más duele es la sensación de repetición. Castilla y León se abrasa cada verano. Y cada estío hablamos de lo mismo: falta de prevención, falta de limpieza en los montes, escasez de medios permanentes. El campo se convierte en una bomba de relojería, y cuando la chispa salta, ya es tarde.

El abandono rural pesa como una losa. Cada año hay menos manos para trabajar la tierra, menos vecinos que puedan abrir un cortafuegos, menos pastores cuyos rebaños limpien el monte de maleza. Y, sin embargo, cuando llega la tragedia, es a ellos a quienes se pide ayuda.

El fuego destruye el presente y debilita el futuro. Un agricultor que ha perdido su viñedo o su colmena pierde ingresos, sí, pero también esperanza. Y cuando se pierde la fe, se abandona la tierra. Esa es la cadena más cruel: la despoblación alimenta el abandono, el abandono alimenta el fuego, y el fuego alimenta aún más despoblación.

Podría parecer secundario hablar de gastronomía en un contexto de tragedia. Pero no lo es. La comida es la forma más íntima de relación con el territorio. Cada vez que una zona pierde su capacidad de producir vino, miel, legumbres o fruta, pierde también una parte de su identidad.

La gastronomía es un termómetro. Nos dice si una tierra está viva o en decadencia. Hoy el termómetro de Castilla y León marca fiebre alta. Y la pregunta incómoda es si nos importa lo suficiente como para tratar la enfermedad de raíz, o si nos conformamos con apagar llamas y lamentarnos después.

Las imágenes del fuego son espectaculares, casi cinematográficas. Pero la herida real es menos vistosa: es el suelo erosionado que tardará décadas en recuperar nutrientes, es la pérdida de insectos polinizadores, es el silencio en bosques que ya no tendrán fauna. Es también el precio de la leche que sube, la miel que escasea, la fruta que no llega a los mercados.

Y es, sobre todo, el insomnio de quienes viven allí. El de quienes pasan noches enteras con el fuego a pocos metros de sus casas, el de quienes temen por sus animales, perder años de trabajo y, por ende, futuro. Adiós a la sostenibilidad.

Y a nosotros también nos quita el sueño. Porque lo que se está quemando no es ajeno, no es un rincón lejano. Es la tierra que nos alimenta. Es un espejo que nos recuerda hasta qué punto dependemos de quienes viven en esos pueblos y cuidan de ese campo.

No basta con mandar cuadrillas de emergencia cada agosto. Hace falta una política real de prevención, de apoyo a la vida rural, de reconocimiento del papel esencial que tiene el suelo en nuestra alimentación y en nuestra cultura. Hace falta que se entienda que cada hectárea quemada no es un número, sino un trozo de nuestro futuro. Y además cercano. Ojalá no tengamos que esperar a la próxima llamarada para entenderlo.

El fuego, al fin y al cabo, no entiende de fronteras. Lo que hoy parece una tragedia local es en realidad un aviso global: si dejamos morir al campo, dejamos morir la posibilidad de una alimentación ligada a la tierra y de un paisaje que no sea solo postal. El humo se disipará y volverán los días claros. Pero la ceniza seguirá ahí, recordándonos lo frágil que es la tierra que nos sostiene.

¿Vamos a dejar que la impotencia se apague con las brasas, o seremos capaces de convertirla en energía para proteger aquello que nos sostiene? No tengo la respuesta. Y quizá, por eso mismo, sigo sin pegar ojo.

Y quizás la única forma de recuperarlo sea aprender, de una santa vez, a cuidar lo que de verdad importa.

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