SOBREMESA

Cocinar sin permiso

La igualdad en los fogones se conquista con estructuras nuevas.

Entre la autoridad del mando y el silencio del hogar, la cocina sigue siendo el espejo más nítido de nuestras jerarquías. La cocina profesional sigue hablando en masculino, aunque las manos que alimentan el mundo siempre hayan sido femeninas.

Cocinar sin permiso es un acto de insurrección cotidiana. No hace falta levantar pancartas: basta con encender un fuego y decidir qué entra o no en la olla. Lo curioso es que, durante siglos, ese gesto que parece tan simple ha estado en manos de las mujeres, aunque el prestigio que genera, casi siempre, haya sido masculino.

Cuando The World’s 50 Best Restaurants anunció hace unos años la creación de un premio a la Mejor Chef Femenina del Mundo, el revuelo fue inmediato. El intento era, al menos sobre el papel, loable: dar visibilidad a las mujeres que han llegado a lo más alto dentro de un sector donde la mayoría de los nombres en los rankings siguen siendo de hombres. Pero el gesto olía raro. Si existe una categoría “femenina”, ¿qué se entiende entonces por “mejor chef” a secas? Qué viene después: ¿el mejor chef con discapacidad, el mejor chef no binario? El lenguaje, cuando pretende ser inclusivo sin revisar la estructura que lo sostiene, suele tropezar en sus propias buenas intenciones.

La paradoja es ya antigua. Las mujeres han sido —etnográficamente, históricamente, empíricamente— las encargadas de cocinar. No como oficio, sino como necesidad. A diario, en casi todas las culturas, ellas han gestionado los fogones, el hambre, el sustento. Stephen Mennell ya lo dijo en los ochenta: mientras las mujeres cocinan en casa, los hombres cocinan para el mundo. Cuando la cocina se profesionaliza, cuando deja de ser rutina y se convierte en espectáculo, los delantales cambian de género.

Jack Goody (1995) fue más atrás. En el Egipto faraónico, ya existía una distinción entre la cocina de palacio, ejercida por hombres, y la cocina cotidiana, en manos de mujeres. Las recetas nacidas del ámbito doméstico eran reinterpretadas y elevadas al rango de cocina cortesana, adquiriendo prestigio social. En las cortes europeas y asiáticas se repitió el patrón: la “gran cocina” se asoció a la técnica, la “pequeña cocina” al cuidado. Una construía prestigio y la otra alimentaba nuestras vidas.

La jerarquía no era solo cultural. A finales del siglo XIX, Auguste Escoffier codificó la brigada de cocina con disciplina militar: jefes, segundos, rangos. La autoridad se convirtió en ingrediente esencial del oficio. Los fogones se masculinizaron. La figura del chef —varón, impecable, disciplinado, técnico— se elevó a símbolo de genio creativo, y el servicio pasó a ser un ejercicio de poder. Desde entonces, la imagen se repite con precisión fotográfica: un hombre exitoso —mayoritariamente blanco— frente a un plato; detrás, cuantiosas manos anónimas, muchas de ellas femeninas.

En las cocinas contemporáneas, el esquema persiste con matices. En las escuelas de hostelería, las alumnas representan más del 50 % del alumnado. Pero en los restaurantes galardonados, su presencia disminuye drásticamente a medida que aumenta la jerarquía. La mayoría se concentra en la base de la pirámide: camareras, pasteleras, segundas de cocina. Y no es por falta de talento. Las jornadas interminables, la exigencia física, los turnos nocturnos y una conciliación casi inexistente hacen que muchas se queden en el camino. Cuando alguna logra liderar y aplica políticas más humanas —bajas de maternidad razonables, horarios más flexibles, espacios de escucha—, se la acusa de debilitar el negocio. Como si cuidar fuera menos rentable que exigir.

Lo paradójico es que los mismos chefs que reivindican la diversidad de los ingredientes, de las tradiciones indígenas o la igualdad de sabores entre culturas, rara vez aplican esa filosofía de paridad dentro de su propia casa. La coherencia, como la sal, hay que medirla también en la cocina. Los menús se llenan de discursos sobre el territorio, pero las estructuras laborales siguen ancladas en jerarquías de hace un siglo.

Las mujeres que hoy logran un lugar en esa cima lo hacen a menudo de la mano de un mentor, un padre, un socio. No por falta de mérito, sino porque la validación masculina sigue siendo la puerta más rápida. Sin embargo, el cambio ya no viene de los templos de la alta cocina, sino de proyectos pequeños, restaurantes de barrio, cocinas abiertas donde las decisiones se toman en equipo y el liderazgo no se mide por el volumen de la voz. En esos espacios, el poder no se impone: se reparte.

Hay algo profundamente político en esa transformación. Un restaurante no es solo un lugar para comer: es una estructura social en miniatura. Lo que pasa en sus paredes dice mucho de cómo entendemos el trabajo, el tiempo y el cuidado. En las cocinas lideradas por mujeres, a menudo se escucha de otra manera. No es debilidad; es otra forma de autoridad. Una que no busca imponerse, sino sostener.

El futuro de la gastronomía no pasa solo por la técnica o la innovación, sino por repensar la organización que las hace posibles.

Cocinar sin permiso, al final, significa eso: romper la inercia de los gestos heredados, cuestionar la jerarquía de los mandos, abrir los fogones a todas las voces que históricamente se quedaron al otro lado del pase.

Porque la cocina —toda cocina— es un espejo. Y mientras el reflejo siga mostrando solo una parte del cuadro, todavía quedará mucho por hacer. Quizá, con el tiempo, los grandes fogones dejen de tener género y recuperen su sentido más básico: el de transformar lo que tenemos en común.

Mientras tanto, cocinar sin permiso seguirá siendo, más que una consigna, una forma de estar en el mundo. Y quizá sea el único modo honesto de empezar, porque comer no es un acto banal.

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