Castilla y León: un territorio donde la calidad alimentaria se ha hecho paisaje.
La comunidad reúne el mayor número de figuras de calidad de España, un reflejo de cómo el producto, el lugar y el tiempo siguen dialogando.
Castilla y León concentra más figuras de calidad alimentaria que ninguna otra comunidad española. El dato, más que un motivo de orgullo, nos da la pista de que nuestros alimentos forma parte del paisaje y de la manera de habitarlo. Entre campos, bodegas y obradores se dibuja una relación con la comida que tiene más que ver con la continuidad que con las modas.
Recorrer Castilla y León es entender que la comida no aparece al final del camino, aparece desde los inicios. Está en la forma del territorio, en la dureza del clima, en la amplitud de los campos y en la economía de gestos que define muchas de nuestras cocinas. No es extraño, por tanto, que esta comunidad lidere el número de figuras de calidad alimentaria en España. Lo llamativo no es la cifra, sino la naturalidad con la que encaja.
En una región extensa y diversa, donde conviven zonas de montaña, páramos, valles y campiñas, la producción alimentaria ha sido siempre una cuestión de adaptación. Aquí, cultivar, criar o elaborar ha implicado aprender a leer el entorno, ajustar tiempos y asumir límites. De esa relación directa con el territorio han surgido productos que no se entienden fuera de su contexto.
El sello Tierra de Sabor resume la autenticidad, que está hoy en cerca de 900 empresas y más de 6.000 productos que lo portan.
Cuando el origen importa
Las figuras de calidad —denominaciones como Denominación de Origen Protegida (DOP), Indicación Geográfica Protegida (IGP) o Marcas de Garantía— buscan precisamente eso: fijar un vínculo entre producto y lugar. Delimitar un origen, una forma de hacer, unas condiciones concretas. En Castilla y León, ese vínculo existe desde mucho antes de que se formalizara en un reglamento.
Vinos marcados por la altitud y el contraste térmico, legumbres que dependen de un tipo específico de suelo, carnes asociadas a razas y sistemas de cría concretos, quesos que responden a la leche disponible y al clima que acompaña su maduración. Cada figura de calidad es, en el fondo, una traducción administrativa de una realidad previa.
Una red que sostiene el medio rural
Uno de los rasgos más significativos de este sistema es su implantación territorial. El 86% de las producciones amparadas por figuras de calidad se localizan en entornos rurales, en pueblos pequeños donde la actividad agroalimentaria sigue siendo un eje económico y social fundamental. Esto viene a decir que la calidad alimentaria está íntimamente ligada a lugares donde la vida hace equilibrio con la naturaleza, donde la despoblación es una amenaza real y donde cada producto que triunfa contribuye a sostener familias, economías locales y tradiciones que de otra forma se perderían.
Apostar por productos ligados al territorio permite diferenciarse, mantener precios más justos y sostener proyectos que, de otro modo, tendrían difícil continuidad. Cada obrador que permanece abierto, cada bodega que resiste, cada explotación que encuentra relevo, contribuye a fijar vida en un territorio especialmente vulnerable a la despoblación.
El valor de lo regulado
Las figuras de calidad han servido, en muchos casos, para ordenar el sector, proteger nombres históricos y ofrecer al consumidor una referencia clara. También han ayudado a profesionalizar procesos, a documentar prácticas y a dar visibilidad a productos que antes circulaban en ámbitos muy locales.
Como ocurre con cualquier sistema normativo, su aplicación implica equilibrios: entre protección y flexibilidad, entre tradición y adaptación. No todos los productos ni todas las formas de elaborar encajan siempre con la misma comodidad en un pliego de condiciones, pero el marco general ha permitido consolidar un reconocimiento colectivo del valor del producto ligado al lugar.
Un paisaje humano que va más allá del sello
Piensa en los queseros de montaña, con manos curtidas por el frío y la humedad, que saben que la leche de sus ovejas es distinta cada mañana porque el pasto cambia con las estaciones. Piensa en los elaboradores de embutidos que guardan para sí, como un secreto sagrado, las mezclas de especias que definieron sus abuelos. Piensa en los viticultores que durante meses caminan entre filas de cepas para asegurarse de que cada uva que llegue a la bodega pueda contar algo del invierno que dejó menos lluvia o del verano que fue imperioso. Todos ellos acechan un mismo propósito: hacer productos que merezcan ser contados.
Reducir la calidad alimentaria de Castilla y León a una suma de certificaciones sería quedarse corto. Lo que sostiene este liderazgo es una cultura compartida, una manera de entender el alimento como resultado de un proceso largo, donde el tiempo tiene un peso real.
Muchos de los productos hoy reconocidos nacieron en economías domésticas, en contextos de aprovechamiento y repetición. Recetas transmitidas oralmente, técnicas afinadas por la experiencia, decisiones tomadas en función de lo que daba la tierra cada año. Las figuras de calidad han llegado después, como una capa más.
El consumidor y la búsqueda de sentido
El creciente interés por productos con origen responde también a una transformación en la forma de consumir. Frente a la abundancia indiferenciada, cada vez más personas buscan referencias, contexto, relatos que expliquen lo que hay en el plato. Castilla y León ofrece un mapa amplio y coherente para esa búsqueda.
Las figuras de calidad funcionan aquí como un lenguaje común, una forma de nombrar y reconocer productos que remiten a un territorio concreto. No lo explican todo, pero ayudan a situar. El resto lo completa la curiosidad, la conversación y el conocimiento directo del productor.
Un liderazgo sin estridencias
A diferencia de otros territorios donde la calidad se ha convertido en discurso, en Castilla y León se manifiesta de manera más silenciosa. No como excepción, sino como norma. El número de figuras de calidad no responde tanto a una estrategia de diferenciación como a una acumulación lógica de productos que, por su propia naturaleza, pedían ser protegidos.
Hoy, la comunidad sigue ampliando ese mapa, incorporando nuevas producciones y ajustando marcos existentes. Un proceso continuo que refleja una realidad viva, en movimiento, donde el alimento sigue siendo una expresión del lugar.
Cuando la calidad es continuidad
Más allá de cifras y sellos, la verdadera fortaleza de Castilla y León está en la continuidad. En haber mantenido una relación estrecha entre territorio y alimento, incluso cuando el contexto económico y social empujaba hacia la uniformidad.
Aquí, la calidad no es una etiqueta aspiracional. Es una consecuencia. Una forma de hacer que se ha repetido durante generaciones y que, hoy, encuentra en las figuras de calidad una herramienta más para seguir existiendo.
No para definirse por completo, pero sí para dejar constancia de algo esencial: que en este territorio, comer sigue siendo una manera de entender dónde se está.





