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A favor de desayunar en la cama

La cama también es territorio. Y el desayuno, un acto político si se hace desde el placer. ¿Tú también defiendes el derecho a las migas?

¿Cuándo dejamos que algo tan simple se viera como una excentricidad?

Es domingo y, por segunda vez en toda la semana, el despertador no manda. No ha entrado ningún correo urgente, ni hay reunión a las ocho, ni mi ojo legañoso se ha parado a revisar el listado de cosas que toca tachar hoy. Solo silencio.

La contraventana deja pasar la luz en una rendija apenas perceptible, la ciudad se despereza y uno se permite ese lujo tan escandaloso como infravalorado: no hacer absolutamente nada. Bueno, nada, salvo una cosa: desayunar en la cama.

Y no, no me refiero a esos desayunos de película con croissants recién salidos del horno. Basta con lo básico: un café con leche, una tostada y un rato solo para ti. El acto en sí es una rebelión doméstica, un “ya basta” silencioso. Basta de madrugones, de relojes, de fingir entusiasmo por la productividad. Es un gesto de resistencia frente a la obligación de estar siempre disponible.

Tampoco a que alguien te lo prepare, ni que venga acompañado de flores, ni se sirva en bandeja de plata. Porque, aunque esa escena tiene su encanto, el verdadero lujo es poder hacerlo para uno mismo. Pocas cosas hay más reconfortantes que prepararse un café sin tener que hablar con nadie en la próxima media hora. Un gesto de amor, de cariño y de cuidado propio.

Y a coalición de esto me pregunto: ¿por qué todo tiene que tener un propósito? Dormir para rendir más. Correr para producir endorfinas y poder seguir trabajando. Comer para nutrirse. Y descansar, solo si lo practicas de forma “activa”. Como si tumbarse sin culpa fuera una traición al sistema.

Eso de almorzar en la cama se me asemeja mucho al dolce far niente: esa forma de ver la vida en Italia, de entregarse a un placer improductivo, de saborear cada sorbo y cada bocado sin culpa ni urgencia. De conectar con uno mismo y vivir el tiempo con calma, disfrutando de cada instante sin prisas.

Los defensores del orden te dirán que la cama no es lugar para comer. Que el café se derrama, que el pan suelta migas. Las migas, ese gran enemigo de la pulcritud. Irritan y provocan ataques de pánico a los maniáticos. Me considero fan de las sábanas blancas, pero, a la vez, de estos pedacitos de pan. No veo la incompatibilidad.

El apocalipsis doméstico que algunos imaginan podría conllevar, en realidad, un simple cambio de estas o su mera sacudida. No hay más misterio. Es el precio justo de un placer honesto. Es la prueba de que has vivido, de que el desayuno fue de verdad y no una foto. En una época en la que todo se asea, se filtra y se edita, dejar restos en la cama es casi un gesto político: aceptar que la vida también ensucia.

Porque, seamos sinceros, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Un cerco de café? Peor es esa mancha invisible que deja el cansancio acumulado, el hastío de la rutina. Peor es desayunar cada día de pie, apurando un café instantáneo frente a la nevera abierta, mientras el reloj te grita que ya vas tarde. La verdadera mancha es la culpa con la que nos enseñaron a mirar el placer. Esa no sale tan fácil.

Para mí es un deleite casi adolescente, un desorden calculado, una travesura doméstica. No se trata de montar un picnic entre cojines ni de fingir una escena de película, sino de concederse el derecho a estar cómodo en el propio desorden. De desayunar en horizontal, con la conciencia tranquila y las legañas aún puestas. A tu ritmo, sin prisas.

Porque seamos honestos: ¿quién en su sano juicio se despierta con hambre feroz nada más abrir un ojo? Lo que realmente tenemos es la boca como papel de lija y el aliento digno de una criatura mitológica. Al apetito hay que dejarlo espabilarse, igual que a uno.

Otro de los argumentos de los que odian desayunar en la cama es la incomodidad. Que no se puede encontrar postura, que el zumo se tambalea, que el café se enfría y que ahí está el perro ingeniándoselas para robarte la tostada. Como si el resto del día fuera un festival de ergonomía. Soportamos asientos de coworking que parecen instrumentos de tortura, aviones en los que no cabe una pierna y auriculares que se clavan en la oreja. Pero desayunar recostado nos parece intolerable. La molestia real no está en el desayuno, sino en el mandato de la verticalidad que obedece a la lógica del rendimiento.

La cama, dicen, es para dormir o para aparearse. Una frase que suena a manual de urbanidad de 1950. En realidad, el catre es el último lugar de soberanía personal que nos queda. El sofá pertenece a las visitas. La mesa, al teletrabajo. Tu lecho, en cambio, todavía es tuyo. Tu territorio, tus normas. Bienvenido a la República Independiente de tu Cama como enarbolaría un famoso eslogan de Ikea.

Y qué normas, además. En la cama uno puede desayunar como le plazca. Vestido, desnudo, despeinado, con sueño, con el pelo revuelto y la pierna aún entrelazada a su amante. Basta una taza con café (del de verdad, no de cápsula) y una tostada que gotee mantequilla. Ninguna defensa de esta noble práctica incluye galletas industriales. Hablamos de un placer adulto, no un simulacro infantil de merienda.

Digo sí a desayunar en la cama porque es un pequeño acto de insumisión. De excentricidad nada. No cambiará el mundo, pero lo hace más habitable. Es una forma de decir “hoy no tengo prisa”, “hoy reconecto conmigo”, “hoy, la siguiente hora es mía”. Y cuando acabes, sacudes las sábanas, tiendes la cama y vuelves al mundo, pero con la satisfacción de haber empezado el día desde el placer y no desde el deber.

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