SOBREMESA

Cuando acabar con los bares se parece demasiado a perder una casa.

Crónica costumbrista sobre hospitalidad, trabajo y la tentación de romantizar lo que nos estamos devorando.

Un bar no fallece únicamente cuando baja la persiana. Lo hace cuando deja de ser refugio y se convierte en sacrificio permanente. A partir de Matar un bar, de Carles Armengol, propongo una reflexión sobre la hospitalidad heredada, la precariedad normalizada y el tipo de ciudad que construimos cada vez que pedimos otra ronda.

A veces que un bar se extinga no requiere de violencia. No hay ghosting, ni gritos, ni destrozos, ni siquiera un cierre traumático. Basta con dejar que el tiempo haga su trabajo. Que el alquiler suba un poco más, que el cansancio se acumule, que los hijos no quieran continuar el legado o que el barrio solo sea un reflejo de lo que era. Basta con romantizar demasiado una vida que, vista desde fuera, parece llamativa y liviana, pero que desde dentro pesa.

Carles lo narra al detalle. Crecer en una casa de comidas no es hacerlo entre olores reconfortantes y conversaciones cruzadas. También es aprender demasiado pronto que los sábados y los domingos no existen, que el reloj manda menos que los clientes y que la familia es núcleo, pero también jerarquía. Una mezcla incómoda de afecto, lealtad y obligación. Una infancia atravesada por la idea de que el trabajo nunca termina.

Leo a Carles desde fuera de la barra. Desde la mirada de quien se sienta, observa y escucha. Desde esa posición cómoda en la que el bar funciona como un escenario en el que todo sucede sin que uno intervenga, desde la butaca. Veo a los camareros moverse con una precisión aprendida y casi automática. Veo a los clientes entrar convencidos de que el lugar existe únicamente por y para ellos, aunque nunca lo asumimos.

Como bien cuenta Armengol durante los noventa todo parecía encajar. Eran años de abundancia relativa. Se trabajaba trece o catorce horas, sí, pero ese esfuerzo al menos tenía recompensa. Uno se podía comprar un coche, solicitar una hipoteca y construir un negocio aparentemente sólido. Las empresas familiares eran, y son, el esqueleto de la economía cotidiana. Pero antes más que nunca la familia significaba confianza, la confianza significaba supervivencia y la supervivencia, futuro para los hijos.

Pero crecer ahí tenía un coste, pues de pronto los padres y hermanos se convertían en jefes. La sobremesa se transformaba en reunión de trabajo. El bar no cerraba nunca del todo, ni siquiera cuando bajaba la persiana.

Las barras de los bares funcionan como engranajes de un reloj que no se para. Son estaciones de servicio, todo ocurre deprisa: llegas, pides, consumes, pagas. El ruido constante no molesta, tranquiliza. Platos, vasos, voces que no se alcanzan a entender. Un equilibrio frágil que se rompe cuando algo falla: cuando el bar no abre.

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Las tabernas han sido, desde siempre, pequeños templos laicos. Espacios donde aliviar las penas, celebrar las pequeñas victorias o simplemente matar el tiempo en buena compañía. Lugares donde unos trabajan de sol a sol para que otros podamos detenernos un rato. Y aquí aparece la pregunta que rara vez nos hacemos como clientes: ¿cuándo decidimos que ese esfuerzo heroico debía de ser infinito?

Quizá tengamos que remontarnos unos cinco mil años atrás. En Lagash, en la actual Irak, unos arqueólogos han encontrado restos de un establecimiento con barra, bancos y sistemas rudimentarios de conservación de alimentos. En el antiguo Egipto se bebía cerveza en espacios públicos, en las casas de cerveza. En Grecia, el vino aguado corría por las kapeleia. En Roma, las termopolias y las cauponae alimentaban ciudades enteras y puede que ellos tampoco pensaran en festivos ni conciliación laboral

Tal vez por eso seguimos arrastrando la idea de que un bar debe estar siempre disponible. Que cerrar más de lo “justo” es dejadez. Nos molesta encontrar la persiana bajada el día que nos apetece un vermut. Preferimos ver camareros esperando a que alguien cruce la puerta que un local cerrado. Tal vez por eso seguimos creyendo que el bar debe sacrificarse por el ciudadano, aunque este no esté dispuesto a devolverle nada.

Y, sin embargo, lo vimos cuando los bares cerraron durante la pandemia, las ciudades se volvieron extrañas. Las calles se apagaron, las esquinas se tornaron incómodas y los barrios dejaron de tener pulso. Entendimos, aunque fuera por un instante, que un bar no es solo un negocio. Que puede ser un centro de día improvisado o un lugar de acogida. El sitio donde podemos dejar las llaves que se ha olvidado tu hermana, donde recoger un paquete, o donde comer caliente y en compañía si el amor de tu vida ya no te acompaña. Donde terminar una relación sin dramas o empezar otra en un entorno seguro. Donde puedes estar sin hablar y donde poder hacerlo sin pedir permiso.

Pero esa hospitalidad, tan ligada a la tradición familiar y al concepto de casa, ha generado una expectativa peligrosa. Esperamos del bar una generosidad que no exigimos en otros establecimientos y que tampoco devolvemos. Agradecemos un par de lonchas más en la charcutería que frecuentamos. Nos sentimos halagados si nos dan a catar un tomate como clientes habituales. Pero en el bar lo damos por hecho, incluso lo exigimos: “¿no nos vas a invitar a otra ronda? Anda, márcate una de chupitos, no seas rácano”.  Si no lo hacen, algo falla y el camarero pasa de anfitrión a pesetero en cuestión de segundos y ese pensamiento de “aquí no volvemos”.

Quizá por eso cuesta tanto aceptar que la restauración esté cambiando. Que los horarios se acoten, que los bares dejen de ser urgencias hospitalarias abiertas 24/7 incluso cuando no es rentable. Durante décadas se trabajó jornadas imposibles con la promesa de un futuro mejor, pero hoy esa promesa se ha evaporado. Por mucho dinero que circule ya no podemos comprarnos una casa, y la única idea de “propiedad” que contemplamos es una triste suscripción a Netflix.

La llamada humanización de la hostelería lleva años pronunciándose en voz baja, pero avanza despacio. Se normalizaron demasiadas prácticas abusivas: contratos ficticios, horas extras invisibles, turnos partidos que no permiten conciliar. La pandemia fue un golpe seco que dejó al descubierto la fragilidad del sistema y la urgencia de dignificar un oficio esencial.

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Gracias a eso surgieron bares que deciden cuándo abrir. Esos que priorizan el descanso, que entienden el tiempo como la moneda más valiosa. No porque desconozcan el sector, sino porque lo conocen demasiado bien. Optimizar horarios no es ser poco profesional, es estrategia, es supervivencia y es intentar que el bar no devore a quienes lo sostienen.

Y aquí aparece el conflicto: si los bares dejan de estar siempre disponibles, ¿qué pasa con nuestra idea de ocio? ¿Quién nos servirá cervezas si ellos pausan en nuestro descanso?

El problema es cultural. Seguimos creyendo que cualquiera puede llevar un bar. Que servir cafés es charlar y poco más. Cuántas veces entramos a uno y opinamos sobre su gestión sin pudor y aconsejamos sin saber. Entiendo que nadie te saca una muela sin formación, pero en hostelería todos somos expertos. Y es así que se abren locales sin oficio, sin respeto por el producto y sin cuidado por las personas.

La gentrificación gastronómica no entra dando portazos. Entra con luz cálida, tipografías amables y referencias calculadas al pasado. Entra desde la nostalgia prefabricada, desde lo auténtico como decorado. Bares sin alma que hablan de excelencia mientras sirven lo mismo que el de al lado y el de a ocho mil kilómetros. Cambian el nombre de los platos, afinan el relato y suben el precio. Y el cliente, feliz, cree ser parte de algo especial.

Pero si nos fijamos bien, estos locales inertes no solo se detectan por la decoración. Se intuyen en la mirada cansada del personal, en la prisa mal entendida, en si el camarero vuelve a la barra con las manos vacías o no. Se ve cuando el trabajador se cree estar en un casting de la Isla de las tentaciones, cuando te recalca cinco veces que no es camarero sino fotógrafo. En si hay tiempo para mirar a los ojos.

La llamada humanización de la hostelería lleva años anunciándose. Pero choca contra una cultura que sigue viendo el bar como un servicio incondicional. Y necesitamos humanidad, y patatas revolconas hechas con mano, y tapas de morcilla y bravas con una salsita casera y picantona. Cosas sencillas hechas con respeto.

No todos los bares deben aspirar a ser restaurantes de alta cocina. La dignidad también está en cocinar bocadillos con cuidado, servir una copa de vino con pasión y en tratar bien al equipo. Y entonces el equipo nos tratará bien. Es entender que la hospitalidad no puede seguir siendo una forma aceptada de explotación. Y eso, como clientes, también es responsabilidad nuestra.

No sé si el futuro de los bares está en la gentrificación disfrazada de modernidad o en un puñado de inversores con “pasta”. Creo que está en las personas que hay detrás de la barra y delante de ella. Incluso más allá, pues a lo mejor hoy no te ponen los pimientos que te gustan porque el granizo ha arrasado la cosecha. Está en aceptar los límites y en asumir que elegir dónde consumimos es un acto político cotidiano.

Si has llegado hasta aquí, solo queda una cosa. La próxima vez que elijas dónde vas a sentarte, piensa en la ciudad estás ayudando a construir. Porque los bares, como nuestros hogares, no se sostienen solos. Y no todos sobrevivimos a personas que nos quieren mucho, pero mal.

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