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Una croqueta perfecta vale tanto como una cucharada de huevas de esturión beluga.

La próxima vez que alguien hable de democratizar la excelencia gastronómica, convendría preguntarse qué entiende por “excelencia”.

La falsa democratización de la alta cocina ha convertido la excelencia en concepto mal entendido.

Democratizar la excelencia gastronómica suena bien. Muy bien. Tiene ese fulgor de promesa que reconcilia al mundo con la ilusión de que lo mejor no tiene por qué ser privilegio para unos pocos. Así, de primeras, el relato se vende solo: cocina de élite para todos, experiencias de lujo a precios razonables, la exquisitez servida sin corbata.

¿Quién podría oponerse? En principio no creo que hubiera nadie en la sala que lo hiciera. Pero el problema, como con todo, es que entre el ideal y la práctica se ha colado una engañifa: confundir el ofrecer gran calidad a buen precio con vender una imitación de Cartier a un precio más o menos accesible.

Vayamos por partes. De primeras, la excelencia no es lujo por definición; es algo que destaca en relación con su entorno. La RAE la define como “superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”. Y, por ende, esa grandeza se encuentra tanto en una pieza de Wagyu como en unos mejillones.

Lo que sí que puedo asegurar es que se halla en todos los rangos de precio y en todas las cocinas donde alguien se toma el tiempo para hacerlo bien. Es igual de grandiosa una cucharada de Beluga que una croqueta perfecta. Y no hablo de nostalgia. Hablo de la precisión en la temperatura del aceite, del grosor exacto del rebozado, del relleno que sostiene la textura cremosa sin romperse, del sabor que se asienta sin empalagar. Esa es la excelencia que emociona, la que se nota y no necesita explicación.

Sin embargo, en los últimos años ha prosperado una generación de restaurantes con ínfulas que confunden inspiración con copia. Lugares que persiguen la silueta de la alta cocina sin entender su disciplina. Se sirve un menú degustación de diez pases a 90 euros, se decora con flores comestibles, se bautiza cada plato con un nombre poético, y se da por hecho que eso basta para ser parte del club. Lugares que rara vez encantan y mucho menos emocionan. Lugares donde falta lo esencial: método, tiempo y criterio.

Y pasa una y otra vez. Tras visitar el listado de “sitios que prometen”, uno se da cuenta de que al concepto le sobra brillo, pero le falta foco. Cartas a las que les sobran 25 platos, menús que podrían sobrevivir con menos propuestas y bocados a los que les estorban la mitad de los ingredientes. La sensación que me provoca ese batiburrillo de polvos, espumas y reducciones me recuerda a cuando trataba de tocar la flauta por obligación en primaria. El mismo esfuerzo y el mismo resultado: melodías idénticas, sin gracia, desafinadas y tan faltas de alma como de sentido.

Los establecimientos que marcan la pauta no improvisan. Cierran semanas o meses para repensar su oferta. Prueban, descartan, vuelven a probar. Cuentan con equipos dedicados exclusivamente a ello. Detrás de un plato redondo hay trabajo de laboratorio, discusión y paciencia: un puré que se repite hasta encontrar la textura justa, una reducción que se afina hasta que el equilibrio no admita discusión. Esa inversión de tiempo, de atención y de recursos es lo que convierte una idea en excelencia. Pensémoslo, si todo es excelente, nada lo es. Y eso es difícil de sostener en cocinas con turnos extenuantes, márgenes ajustados y prisa por la novedad.

La mayoría de los restaurantes de gama media con miras viven atrapados entre la urgencia por destacar y el miedo a no sorprender. Curran sin margen, sin pausa, sin posibilidad de ensayo. Trabajan como un entrenador que tiene que hacer los cambios en medio del partido sin haber podido preparar la táctica: cada movimiento responde a una reacción, no a una estrategia. Y claro, el comensal paga los platos rotos.

La cocina tradicional, por su parte, no es lo opuesto a la creatividad: es su escuela. Las recetas que han sobrevivido generaciones lo han hecho porque incorporan soluciones prácticas a problemas concretos y esa sabiduría acumulada es I+D. No hay romanticismo en admitir que una buena empanada, un guiso bien desgrasado o un huevo perfectamente frito enseñan más sobre la excelencia que muchos artificios contemporáneos. Bajo el discurso de “democratizar la alta cocina” suele esconderse una práctica más simple: reproducir sin reflexión gestos y estéticas ajenas. Y eso, más que acercar la cocina a todos, la empobrece. Por eso deja un regusto amargo.

Podemos democratizar el acceso al conocimiento: enseñar técnicas, abrir escuelas, difundir recetas con honestidad. Eso ampliará la base de cocineros capaces y elevará la calidad media. Pero el resultado excepcional —de talento, visión, carácter y recursos que no están al alcance de todos— no se puede fabricar en serie ni repartir por decreto.

Por eso, antes de colgar etiquetas o de diseñar menús con más artificio que coherencia, valdría la pena hacer lo contrario: simplificar, mirar hacia dentro y escuchar el propio gusto. Apostar por la desnudez de un buen plato en lugar de por su disfraz. Es mejor ofrecer pocas propuestas, trabajadas hasta el hueso, que una sucesión de bocados que solo buscan popularidad instantánea. La honestidad en la cocina radica en la unión entre intención y ejecución. Y en ese diálogo, la sencillez bien hecha gana siempre.

La próxima vez que alguien hable de democratizar la excelencia gastronómica, convendría preguntarse qué entiende por “excelencia”. Aunque al final, la pregunta es mucho más sencilla: ¿queremos menús que parezcan de alta cocina o platos que sean realmente extraordinarios?

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