El mercado mundial de platos preparados no es una moda pasajera: es una transformación alimentaria que mueve cientos de miles de millones y que ya está cambiando la manera en que comemos.
El hábito de cocinar en casa se está erosionando a una velocidad inédita. Lo que antes era la excepción —el pollo asado del domingo, la tortilla de patata preparada— se ha convertido en costumbre. Según CyLTV, en Castilla y León el mercado de la comida lista para llevar ha crecido un 50 % en los últimos años. Ese número por sí solo es impactante, pero lo verdaderamente revelador es lo que significa: un cambio profundo en la forma en que comemos, en cómo se estructura la alimentación y en el tejido social que la sostiene.
El plato caliente en tres minutos
La escena es ya habitual: trabajadores que recogen una bandeja de lasaña al salir del trabajo, familias que llegan tarde y calientan arroz con pollo en microondas. La promesa es clara: comodidad, rapidez, una dieta que encaja en el ritmo contemporáneo.
El fenómeno no nace aquí. El mercado mundial de platos listos para comer —los llamados ready meals— es un gigante global en expansión. Según estimaciones de The Business Research Company y Global Market Insights, la industria alcanzó en 2024 los 184.400 millones de dólares, con previsiones de superar los 200.000 millones en 2025 si se mantiene un crecimiento anual del 5–9 %. Una ola que no tiene vuelta atrás. Es un negocio global, empujado por los mismos factores en todos los países: menos tiempo para cocinar, más hogares unipersonales, más demanda de conveniencia y un marketing feroz de las grandes cadenas de distribución.
La pregunta es qué ocurre cuando esa ola rompe en territorios como Castilla y León, donde la despensa social y demográfica no está preparada para sostener el cambio.
Una industria que ya compite con la cocina casera
En Londres, París o Berlín ya no sorprende que buena parte de la dieta urbana provenga de bandejas refrigeradas o congeladas. En Estados Unidos, el fenómeno avanza de la mano de grandes superficies y de la cultura del take away.
Los consultores que monitorizan el sector lo repiten como un mantra: no hablamos de un capricho de consumidores sin tiempo, sino de una transformación estructural del sistema alimentario. La industria que antes abastecía conservas o platos precocinados de nicho se convierte ahora en motor central de crecimiento para la gran distribución.
El boom de la bandeja y el supermercado como restaurante
España, tierra de bares y de sobremesas, también está cediendo. Según datos recogidos por La Vanguardia, las ventas de platos preparados en supermercados han crecido casi un 50 % en tres años. Unos ocho millones de consumidores ya compran de manera regular estos productos y la frecuencia de compra aumenta.
Ese boom tiene responsables claros: Mercadona, que ha convertido su sección “listo para comer” en una de las banderas de la cadena, y competidores como Carrefour o Alcampo, que replican un modelo que gana cuota de mercado con rapidez, convertido en uno de los principales restaurantes de España sin mesas ni camareros.
Lo interesante es que la penetración no se concentra solo en grandes ciudades. También en capitales de provincia, en áreas intermedias, el consumidor se acostumbra a recoger bandejas con guisos que hace veinte años eran patrimonio exclusivo de bares y restaurantes. Los callos ya no se comen en el bar de la esquina ni en casa, se compran envasados, con fecha de caducidad y trazabilidad perfecta.
Mientras tanto, la hostelería tradicional vive una paradoja. España sigue contando con más de 300.000 bares y restaurantes y 1,7 millones de empleos en el sector, según el Anuario de la Hostelería. Pero la franja baja y media de precio, la del menú del día y el bar de barrio, está bajo presión. Los cierres de comercios de proximidad suman más de 50.000 locales desde 2019, según La Razón. Cada persiana bajada deja un hueco que el supermercado ocupa con rapidez.
La comodidad que excluye
El salto en Castilla y León, con ese 50 % de crecimiento certificado por RTVCYL, ha obligado a los supermercados a ampliar sus secciones de platos preparados y a las empresas a reforzar logística y control sanitario.
Pero aquí tiene una cara que no se mide en cifras de mercado: la accesibilidad. No todo el mundo vive al lado de un supermercado o una gran superficie. Los mayores que habitan pueblos pequeños o barrios en declive no encuentran esa “conveniencia” de la que habla la industria.
Y este matiz incómodo del mapa regional se amplifica. Castilla y León cuenta con 12.582 bares y 5.631 restaurantes, según el registro sanitario de la Junta (2023), pero muchos se concentran en capitales y grandes núcleos. En pueblos pequeños, la caída del bar local o de la tienda de ultramarinos deja a mayores y familias sin alternativa. El supermercado está lejos, y la comodidad no siempre es tan sencilla.
El problema se multiplica en una región que envejece más rápido que la media. Según el INE, el 24,7 % de la población de Castilla y León tiene más de 65 años, frente al 20–21 % nacional. En algunos municipios la proporción es aún más elevada.
¿Qué significa esto en términos cotidianos? Que cuando cierra el bar de abajo o la tienda de ultramarinos, no se pierde sólo un negocio: se pierde un nodo social. El mayor que ya no conduce no puede desplazarse 15 kilómetros a por una bandeja. La bandeja no sustituye al café compartido, a la conversación, al “¿qué tal estás?” del camarero de siempre, a la soledad.
El modelo del “listo para llevar” funciona en la ciudad media con coche y poder adquisitivo. Pero fuera de ahí, corre el riesgo de convertirse en un factor más de desigualdad: acceso cómodo para unos, inaccesible para otros.
El menú del día fue durante décadas la columna vertebral de la restauración española. Un plato de cuchara, una carne o pescado, postre y café, todo a precio contenido. Ese formato, que daba de comer a trabajadores, jubilados y estudiantes, se tambalea.
La cocina casera: ¿en retroceso?
La expansión de este modelo plantea una pregunta incómoda: ¿qué será de la cocina casera? El tiempo que se dedica a cocinar se ha reducido en toda Europa. En España, los estudios de hábitos alimentarios reflejan que las familias dedican cada vez menos horas a preparar comida. El resultado es un doble efecto: se pierde conocimiento culinario (el guiso que antes se transmitía de generación en generación) y se sustituye la materia prima fresca por platos procesados.
Lo preocupante no es solo la pérdida de cultura gastronómica, sino el riesgo nutricional. Los consumidores reclaman que estos platos preparados sean también saludables, pero la realidad es que la mayoría están diseñados para durar en envase, lo que implica conservantes, más sal y más grasas que en una receta casera.
La cadena de valor: del campo a la bandeja
El crecimiento del sector no se sostiene en el vacío. La demanda obliga a agricultores, ganaderos e industria alimentaria a reorganizarse. El tomate destinado a un guiso precocinado no es el mismo que se vende en fresco. Necesita homogeneidad, control de residuos, trazabilidad y resistencia para soportar la cadena de frío.
La FIAB recuerda que la industria alimentaria española da empleo a más de medio millón de personas, pero el tipo de empleo cambia: se requieren técnicos en seguridad alimentaria, logística refrigerada, embalaje sostenible. En paralelo, los pequeños productores que no pueden adaptarse a esas exigencias quedan fuera del mercado. Es un proceso de concentración que empuja hacia arriba a las grandes empresas y margina a la pyme.
El coste ambiental de la conveniencia
Cada bandeja tiene un precio ambiental. Según Eurostat, cada europeo genera ya 186 kilos de residuos de envases al año. Y los platos preparados multiplican ese impacto: plásticos, cartones, aluminio, todo pensado para resistir frío, transporte y microondas.
El dilema es claro: mientras Europa impulsa directivas para reducir plásticos de un solo uso, el mercado del “listo para llevar” crece sin freno. Si no se imponen envases sostenibles y sistemas de reciclaje efectivos, la montaña de basura será la factura oculta.
¿Hacia dónde vamos?
Las cifras no engañan: el mercado seguirá creciendo. La pregunta es cómo. ¿Habrá espacio para bares y menús del día? ¿Podrán las tiendas de barrio reinventarse con cocina propia? ¿Se diseñarán políticas públicas que apoyen al pequeño hostelero frente a la gran distribución?
La tendencia apunta a que la conveniencia se impondrá, pero no necesariamente tiene que arrasar con todo. Tenemos margen para impulsar proyectos que integren producto local, que fomenten envases sostenibles, que hagan del “listo para llevar” un motor económico sin destruir el tejido social. Pero eso exige voluntad política, inversión y, sobre todo, conciencia ciudadana.
Comer ya no es lo que era
Este modelo ya no es una moda. Es una palanca de cambio estructural en la alimentación, con consecuencias económicas, sociales, culturales y ambientales. La comodidad que gana minutos en la vida diaria puede costar bares, tiendas, cultura culinaria y tejido comunitario. El reto está en no mirar a otro lado: preguntarse qué modelo de alimentación queremos y qué estamos dispuestos a perder a cambio de la bandeja caliente en tres minutos.
El fenómeno no se explica solo por falta de tiempo. También pesan los alquileres altos, la presión fiscal, la falta de relevo generacional en la hostelería y el cierre de comercios de proximidad. Lo que llamamos “conveniencia urbana” puede ser, en la práctica, “desabastecimiento social” en un pueblo o en un barrio envejecido.
El reto no es negar la tendencia —porque no va a desaparecer— sino quizá preguntarnos cómo la gestionamos: si queremos un modelo que sume a agricultores, bares, productores locales y sostenibilidad, o si aceptamos un futuro en el que la comodidad se pague con soledad y desarraigo.






