La cocina sin relevo: cuando la hostelería ya no seduce
Salarios bajos, jornadas largas y escasa formación. ¿Y todavía nos preguntamos por qué nadie quiere trabajar en hostelería?
Nos enfrentamos a una verdad incómoda: la hostelería se está quedando sin manos. Nadie quiere trabajar en establecimientos que ofrecen horarios eternos y condiciones laborales que recuerdan más a una fábrica de otro siglo que a un sector que presume de creatividad, pasión y excelencia.
No es una crisis puntual. Es estructural. Y es urgente.
Falta personal. Faltan profesionales. Falta motivación. Y sobra frustración. El sector se tambalea porque ya no seduce a las nuevas generaciones, porque el relato heroico del sacrificio eterno ya no encaja con una juventud que exige algo más que “vocación” para sobrevivir. La gente quiere vivir, no solo trabajar.
¿Quién está cortando el talento? Ferran Adrià lo ha dicho en voz alta en «The Wild Proyect», y eso tiene peso. Denuncia lo que muchos en el sector comentan en voz baja: hay cocineros que aprovechan la falta de personal para captar becarios sin pagarles un euro, usando como excusa que «es una oportunidad para aprender».
Pero lo que debería ser formación se ha convertido, en muchos casos, en mano de obra barata, sin contrato, sin guía, sin reconocimiento. Lo llama «gente jeta«. El relevo generacional se resiente en muchos casos bajo una capa de romanticismo gastado y precariedad disfrazada de tradición.
¿El resultado? Talento perdido. Vocaciones quemadas antes de prender. Jóvenes cocineros que abandonan las cocinas antes de consolidarse porque no encuentran ni futuro, ni justicia, ni un sueldo con el que pagar un alquiler.
Durante años se ha estado repitiendo una narrativa peligrosa: “Aquí todos empezamos pelando patatas y fregando ollas”. El sacrificio era parte del camino. Nadie cobraba, pero todos aprendían. Y algunos —muy pocos— llegaban lejos.
Pero esa historia ya no convence. Porque en un sistema desequilibrado, solo quienes tienen apoyo familiar pueden permitirse aguantar años sin cobrar. Y eso genera una cocina elitista, cerrada, donde el talento no depende del esfuerzo, sino del respaldo económico.
La prohibición de prácticas no remuneradas ha intentado corregir esto, pero ha dejado al descubierto un vacío: no hemos construido un modelo de formación digno y estructurado que permita a los jóvenes aprender sin ser explotados.
La solución no es volver atrás. Se trata de diseñar un sistema justo y sostenible, donde se valore la formación, se respeten los derechos laborales y se entienda que trabajar en cocina no debe ser un castigo, sino una carrera posible. Y eso requiere un esfuerzo colectivo.
En esta reconstrucción urgente de la hostelería, cada actor del sistema tiene un papel que no puede esquivar. Los empresarios deben dejar de ver al personal como recurso prescindible y empezar a entender que pagar lo justo, formar al equipo y cuidar las condiciones laborales no es un gasto: es una inversión directa en la calidad del servicio, en la fidelidad del cliente, en el futuro del propio negocio.
Las instituciones, por su parte, tienen que ponerse al día: promover la hostelería como una carrera profesional digna, no como refugio temporal o solución de paso. Se necesitan ayudas reales, incentivos tangibles, escuelas técnicas modernas, bien equipadas, con programas reglados y ambición de futuro.
Y sí, también es tarea de los trabajadores formarse, hacerse valer, reclamar condiciones dignas sin miedo ni resignación. La profesionalización empieza por el orgullo de saberse oficio.
Pero hay un actor más, a menudo invisible en este debate: el consumidor. Quien exige buen producto, un trato excelente y experiencias únicas, también debe comprender que una hostelería más justa implicará precios más ajustados a la realidad, y horarios más racionales. Quienes trabajan en hostelería ofrecen un servicio, pero eso no implica que estén a nuestra disposición permanentemente. No es una renuncia, es una evolución: consumir con conciencia es parte del cambio que necesitamos. El respeto y la comprensión son claves para que esta transformación sea posible para todos.
Por último —pero no menos urgente—, los medios y los referentes debemos dejar de idealizar jornadas interminables, el estrés constante y la precariedad disfrazada de pasión. Si queremos que este sector sea sostenible, justo y atractivo, necesitamos otra narrativa. Necesitamos más verdad, menos mito. Más acción, menos pose.
Parte del problema es cultural. Nos encanta la épica de la cocina: el chef guerrero, el estrés, el cuchillo como extensión del alma. Pero esa narrativa ha normalizado lo inaceptable. Cocinas donde se grita, se humilla, se trabaja sin descanso y se cobra regular.
La cocina no tiene que ser por qué seguir influenciada por ese halo militar. Puede ser un espacio creativo, formativo, donde se aprende, se crece y se vive con dignidad. Pero eso requiere cambiar el relato. Dejar de hablar de vocación como excusa para no pagar. Dejar de aplaudir la precariedad como si fuera pasión.
Una nueva hostelería es posible. Existen nuevos restaurantes que construyen equipos humanos, con horarios razonables, salarios estables, formación continua. Cocineros que entienden que liderar no es explotar, sino inspirar. Proyectos que nacen con una ética clara: la cocina no puede construirse sobre la precariedad.
Quizás ha llegado el momento de escuchar más, imponer menos y abrir el debate sin miedo: ¿qué hostelería queremos para el futuro? ¿Qué estamos dispuestos a cambiar —cada uno desde su lugar— para hacerla realidad?
Se trata de preguntarnos, con honestidad, si el modelo actual está preparado para perdurar a largo plazo y atraer a nuevas generaciones con algo más que la promesa de sacrificio.
El romanticismo no paga facturas, pero tampoco lo hará un sistema incapaz de adaptarse a los cambios sociales y laborales de nuestro tiempo. ¿Queremos seguir perdiendo talento por el camino o construir un sector más justo, humano y sostenible?
La cualificación existe. Solo necesita condiciones para echar raíces. Tal vez la clave esté ahí: en dejar de cortar lo que aún puede crecer.
Aún estamos a tiempo de replantear el modelo, de abrir el diálogo, de construir un sector que mire al futuro con ambición. ¿Estamos dispuestos?






