ORIGENESSOBREMESA

El hambre que negamos.

Una carta íntima del hambre. Lo que ya no nombras, pero aún te habita.

Me echas de menos. Lo sé.

Lo siento cuando te miras al espejo y no te reconoces. No en tu propia mirada, sino en la que heredaste.
Esa curtida por la tierra, por el trabajo, por la espera.
Esa mirada de quien no tenía, pero, aun así, daba.

Te lo noto en el gesto con el que abres la nevera sin saber qué buscas.
En esa forma desganada de elegir lo que vas a comer.
Desinteresado. Encorsetado. Desprovisto de memoria.

No me dejaste atrás de golpe.
Fue un olvido lento, sin ruido, irreprochable.
Te vi empezar a dejar de pensar. A disimular. A sustituirme.
Creíste que podías vivir sin mí.
Y sí, podías. Y puedes. Pero de alguna forma sabes que ya no me tienes.

Ya no tienes hambre.

Tampoco historia. Ni apego. Ni contradicción. Ni vértigo.
Solo esa saciedad tibia y correcta, que huele a envase y sabe a olvido.

Te volviste prudente. Funcional. Saciado. Pero vacío.
Te gustaría hablar de mí sin miedo a sentirte incomprendido. Juzgado.

Y yo sigo aquí. No como reproche ni castigo.
Sino como resto. Como sombra.
Como ese amor que no se admite, pero que aún late.

No supiste cómo quedarte conmigo sin dolerte.
Y no supiste cómo irte sin perderte.

Soy el hambre. Pero también el grito.
La espera. La identidad. La necesidad. El deseo.

No agaches la mirada. No me niegues.

¿Alguna vez te preguntas por mi otra cara?
Por la que duele en el cuerpo. La que desgarra. La que vacía vientres y ciudades. La del hueso. La de la muerte. La que no te atreves a nombrar.

La que utilizas como arma, como castigo.

No te pido que vuelvas ahí.
Pero sí a esa parte que se recuerda. Que es consciente. Que ama. Que se hace cargo.
A que no engullas para llenarte, sin observar.

Hubo un tiempo en que tenerme también era sentir amor. Te lo recuerdo.
Hambre de justicia. De dignidad. De ternura compartida. De olla grande. De mesa redonda. De lucha.

Sí. Lucha.
Porque muchas revoluciones empezaron conmigo. Por mí. Contra mí.
Fui chispa. Dolor que se volvió grito. Furia contenida que culminó en decisión. En movimiento. En cambio.

Hoy, sin mí, eres más dócil. Más predecible. Menos incómodo.
Has perdido el ansia. La grieta. La pregunta.

Pero sabes que vivo en tu garganta cuando callas.
Y me instalo en tu pecho cuando lo que se pierde no es solo alimento.

Porque yo, el hambre, también hago memoria.
No soy solo carencia. Soy relato. Origen. Lugar. Tiempo. Verdad.
La que no se olvida, porque crece contigo, aunque intentes negarme.

Tu abuela me conocía. No me temía. Me nombraba. Me plantaba cara
Con lo poco, con la nada.
Me calmaba con caldo y pan caliente.

Amasaba la vida con sus manos. Esas que, agrietadas por el frío y el tiempo, tejían el patrimonio emocional de tu casa.
Yo estaba ahí. En sus ganas. En su ingenio. En su coraje. En cada cucharón compartido. En cada “come, aunque sea un poco”.
En la cazuela que no se fregaba hasta el día siguiente, porque tirar el alimento era pecado.

Después vinieron los incendios. Los que arrasaron los montes.
Y los otros, más lentos, que quemaron tu memoria.

El suelo se convirtió en negocio. El trabajo se precarizó. El agua se volvió activo y dejó de ser recurso.
Y tú te alejaste. Te volviste espectador. Cliente. Consumidor.
Dejaste de nombrar la tierra. De mirar a quienes la sostienen.

Ahora comes sin preguntar. Sin saber. Sin meditar. Sin mí.

Pero yo sigo aquí y estoy viva. Por mucho que me ocultes.
En la piel curtida de quien cosecha. En la espalda de quien carga. En los pies de quien riega al amanecer.
En las uñas llenas de barro de quienes aún me sienten.
Los que no salen en los anuncios.
Los que hacen posible tu mesa sin sentarse en ella.

Ganaderas. Agricultores. Pastoras.
Trabajadores migrantes. Cuerpos anónimos que sostienen tu plato.
Ese colectivo esencial. Infravalorado. Ignorado.

Porque al sistema le conviene esconder.
Prefiere que no pienses. Que la distancia entre tú y lo que comes se llene de una sombra opaca.

Y se te hizo cómodo vivir sin mí. A no crear contradicción.
Te acostumbraste a vivir con una saciedad que no incomoda. Que no interroga. Que no arde.

Te enseñaron que tener hambre era fracasar.
Que la inquietud era debilidad.
Que esperar era perder el tiempo.
Que la emoción debía contenerse.
Y tú obedeciste.

Pero cuando te miro desde el fondo del espejo, tiemblas.

Porque sabes que te falta algo.

Y no es una recomendación de restaurante en la siguiente story de Instagram.

Es un vacío. Una pérdida. Un duelo.
La ausencia del hambre de todo.
Del hambre como origen. Como fuerza impulsora. Como lenguaje.

Mueren personas. Y con ellas, paradigmas. 
Mueren silencios. Mueren saberes.
Y tú sigues ahí. Apurado. Entre pantallas. Sin tiempo. Evitándome.

Y, sin embargo, aquí estoy.

Susurrándote.

Vuelve a contemplarte.
Mira la mesa.
Vuelve a vestirla desde el principio.
Con tus manos. Tus dudas. Con tu memoria.

Yo no soy tu enemiga.

Soy la memoria viva de lo que duele. De lo que importa. De lo que une.
La pregunta que no se calla.
La voz en off que no se rinde.
La sacudida necesaria para recordarte que comer no es solo un acto biológico.

Es un gesto político.
Un mapa afectivo.
Un compromiso.

Una presencia que no se va.

Y sí. Puedes vivir sin mí.
Pero entonces, ¿para qué vives?

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