Comer con miedo: cinco mitos, tres crisis y una epidemia de desinformación alimentaria.
Cuando la mentira se hace viral y acaba en el plato.
El ruido digital ha convertido a la alimentación en un campo expuesto a la desinformación. Cinco mitos frecuentes y tres crisis bastaron para demostrar que, en la era de los influencers y la IA, lo que se come ya no depende solo del mercado, sino también del relato.
Durante años hacer la compra fue un espacio más o menos previsible. Hoy, adquirir leche, aceite, carne o huevos se ha convertido en un acto minado de sospechas. Comer se ha vuelto un acto ideológico, casi una declaración pública, y no hay conversación gastronómica —ni sobremesa— que no esté infectada por algún bulo. La desinformación alimentaria trasciende al rumor de pasillo; es un sistema perfectamente engranado que desborda la mera percepción. Atraviesa redes, titulares y conversaciones familiares, erosionando reputaciones y resultados, alterando hábitos de compra, dietas equilibradas y poniendo, en última instancia, en riesgo la salud pública.
El informe “Salud, Alimentación y Fake News”, elaborado por la Oficina Alimentaria de LLYC junto a Newtral, pone de manifiesto y en cifras lo que muchos ya intuían: la mentira se propaga más rápido que el hambre. Tres de cada diez rumores online tienen que ver con la comida, y viajan hasta siete veces más rápido que las noticias reales. Las consecuencias son reales: productos estigmatizados, mercados hundidos, normativas reescritas. Pero más allá de los números, lo inquietante es cómo estas narrativas virales consiguen moldear nuestros hábitos y nuestra relación con la comida.
“La conversación pública sobre alimentación y salud nunca había estado tan expuesta a la desinformación. Las redes sociales han amplificado la velocidad y el alcance de mensajes emocionales y bulos que confunden al consumidor y erosionan la confianza en la industria. Afrontar este riesgo exige mecanismos de desmentido rápidos y creíbles, una mayor coordinación con los medios de comunicación y campañas educativas que refuercen la evidencia científica”, señala Fernando Moraleda, director de la Oficina Alimentaria de LLYC.
Pensemos en las fresas marroquíes, convertidas 2024 en villanas de la despensa. Una alerta sanitaria real desencadenó en una crisis político-mediática que generó más de 20.000 menciones en un solo día y consolidó un clima de desconfianza hacia ciertas importaciones.
El panga vivió su particular viacrucis entre 2016 y 2017. Este caso cobró fuerza tras la emisión de varios reportajes televisivos que cuestionaban la calidad del producto y sus métodos de cría; el impacto fue tal que grandes cadenas de distribución optaron por retirarlo de sus estanterías. Por su parte, el aceite de palma enfrentó una doble crisis, de carácter nutricional y medioambiental, que transformó su rechazo en un gesto de consumo ético para muchos ciudadanos, empujando a numerosas marcas a reformular sus productos o a certificar su cadena de suministro. En los tres casos, la desinformación no fue un elemento secundario: influyó directamente en las ventas, en las decisiones de compra y en los debates sobre regulación.
Tres grandes crisis que actuaron como espejo de nuestras ansiedades contemporáneas. Detrás de cada historia late la misma pulsión: la necesidad de creer que podemos controlar lo que comemos. Pero en ese intento por simplificar lo complejo, hemos cambiado la ciencia por el relato. Según la OCU, el 45% de los españoles confiesa tener problemas para interpretar el etiquetado nutricional, y menos de la mitad confía en la información que ofrecen los fabricantes. El ciudadano medio dispone hoy de más información que nunca, pero de menos certezas.
El informe también desmonta los cinco mitos más persistentes, esos que, repetidos mil veces, acaban pareciendo verdades. El primero, la idea de que la leche es menos saludable que las bebidas vegetales pasa por alto que la leche contiene proteínas de alto valor biológico, calcio de alta biodisponibilidad y vitaminas como la D y la B12, mientras que la mayoría de las alternativas vegetales —salvo la soja fortificada— no ofrecen una composición nutricional equivalente. Pero el mito prospera porque encaja con la tendencia emocional de “lo natural es más sano”. La naturalidad no garantiza seguridad (al fin y al cabo, algunas setas venenosas son completamente naturales), y muchas técnicas de procesado, como la pasteurización o la fermentación, han sido esenciales para mejorar la seguridad alimentaria y prevenir enfermedades. El verdadero problema no es el procesado en sí, sino el abuso de productos ultraprocesados de baja calidad nutricional.
El azúcar también sufre su cruzada simbólica. Llamarlo “veneno” puede sonar bien pero no es verídico. El peligro está en el exceso de azúcares libres —los añadidos a refrescos o bollería—, no en los que forman parte de frutas, verduras o lácteos. Del mismo modo, afirmar que la carne es menos saludable que la proteína vegetal simplifica un debate complejo. La carne aporta proteínas completas, hierro hemo y vitamina B12, y su consumo moderado, sobre todo en sistemas extensivos y locales, encaja perfectamente en el patrón mediterráneo. Por último, los aditivos, superan controles exhaustivos de la EFSA. El problema, una vez más, no está en su existencia, sino en el contexto: productos de escaso valor nutricional que abusan de ellos para disimular su pobreza de ingredientes.
Cinco mitos, una misma lógica viral: cuanto más simple es el mensaje, más éxito tiene. Lo natural contra lo artificial, lo bueno contra lo malo, la pureza contra la industria. La complejidad no cabe en un post de Instagram. Y así se impone la mentira amable frente a la verdad incómoda.
En ese vacío de autoridad han emergido los nuevos oráculos: los influencers. Con el poder de un post bien editado pueden sentenciar la suerte de un producto o un ingrediente. Democratizan el discurso, sí, pero también lo banalizan. La salud se mide en likes y el rigor se ahoga entre tanto algoritmo.
La inteligencia artificial ha añadido otra capa de vértigo. Hoy se pueden fabricar bulos con apariencia de documento técnico, recrear la voz de un experto o difundir un estudio inexistente en cuestión de segundos. Paradójicamente, esa misma tecnología ofrece herramientas para detectarlos: sistemas de trazabilidad, monitorización predictiva y alarmas para los bulos. Pero mientras la máquina aprende a distinguir la verdad, nosotros seguimos en la confusión.
Luis Planas apunta que la desinformación alimentaria es un riesgo, pero también una oportunidad para explicar mejor lo que comemos. El problema es que esa pedagogía exige tiempo, y el tiempo es justo lo que no tiene la conversación pública. Ana López-Santacruz, desde AESAN, es más tajante: “es imposible hacerlo solos”. Hace falta implicar a todos —administraciones, industria, medios y ciudadanía— para devolver al debate el rigor perdido.
LLYC propone una estrategia en tres fases: anticipación, respuesta y recuperación. Pero más allá de la metodología, hay una idea que merece quedarse: no basta con resistir los bulos, hay que aprender de ellos. Este informe revela grietas que han de corregirse. Si el consumidor se creyó el rumor, quizá no sea solo porque la mentira era atractiva, sino porque la verdad tampoco supo explicarse.
La comunicación alimentaria ha vivido demasiado tiempo en clave publicitaria. Pero el consumidor ya no busca felicidad prefabricada. Lo que pide es honestidad. Que le digan qué come, cómo se produce y qué riesgos tiene. Y que lo hagan sin paternalismo ni tecnicismos. En un contexto donde la confianza se erosiona con cada scroll, el rigor debe aprender a ser también emocional.
Quizá la verdadera revolución esté en volver a escuchar al sentido común. Lo que cambia es el contexto: ahora ese buen tiene que sobrevivir entre filtros, reels y titulares incendiarios. La alimentación se ha vuelto un campo de batalla simbólico. Pero si aprendemos a distinguir entre sabor y relato, entre ciencia y consigna, entre moda y cultura, quizás logremos algo parecido a la antifragilidad: salir fortalecidos de cada susto, con un poco más de criterio y un poco menos de miedo.






