Perdóname porque he pecado: sobre la culpa, el placer y la comida consciente
Una mirada a la culpa gastronómica contemporánea.
Una carta personal sobre culpas culinarias, alimentos industrializados y el valor de volver a lo nuestro: mercados, cazuela y memoria del gusto.
Permítanme compartir una confesión que me pesa: también he caído en la tentación de adquirir ese dispositivo eléctrico que, lamentablemente, ni fríe, ni ahorra electricidad, ni contribuye a una alimentación más saludable. Cada vez que contemplo, con desdén, el espacio apretujado en el que se supone que debemos acomodar los alimentos, no alcanzo a imaginar cocciones más allá de patatas congeladas, pescado y aves con un acabado reseco, y ciertas ‘frituras’ que no merecen ese nombre. El pináculo de lo “healthy” ha reforzado mi amor por la cazuela.
Evito las grandes superficies y los supermercados, quizá por no caer en eso de ser víctima de tu propio negocio. Me ponen los pelos de punta los pasillos infinitos adornados con etiquetas seductoras de tentadores productos ultraprocesados y letras microscópicas que retan mi agudeza visual. Por gracia, ahora ya no veo bien. Superficies donde se palpa la estimulación que ejercen las estrategias que abarcan las 4 Ps del marketing, habilidades que bien asimilé durante mis cinco años como estudiante de Publicidad.
Siempre he preferido los mercados locales que bailan al son de las estaciones, los productos de proximidad y el trato humano. De que Miguel o Juana, que dominan mucho más que yo el producto, me disuadan —con una simple mueca— de comprar mejillones si no son de calidad o de consumir tomates más allá del verano. Abogo por el puré de calabaza en su momento, condeno el uso de frituras para disfrazar ciertos productos y el empleo del limón como aderezo para ocultar olores y sabores impuros. Pero sería una farsante si no admitiera la felicidad que me produce zamparme una bolsa de patatas con su buen escabechado o unos macarrones con chorizo un domingo de resaca. Me disculpo por mi falta de autenticidad, ya que no enfrentar el pecado sería un acto de hipocresía.
Nunca he considerado que la visita al mercado fuese una especie de indulgencia para mi conciencia; para muchos lo es. Mis padres y mi entorno actuaron con sabiduría al instruirme, al menos eso creo. Porque, ¿desde cuándo la alimentación saludable y las tradiciones cayeron en la trampa del marketing global? ¿Serán ellos y nuestros abuelos también víctimas? A fecha de hoy no tengo claro si me transmitieron su conocimiento o soy una damnificada del esnobismo al considerar a los mercados como ‘El Dorado’ de la alimentación real. Sea como fuere, dicha dicotomía es necesaria para alimentarse de forma equilibrada.
Me siento incómoda cuando veo a los niños siendo servidos con nuggets frente a una pantalla como regla y no como excepción. El pecado capital de la pereza.
Al igual que Pau Gasol, fui educada en la creencia de “si no te lo comes hoy, te lo comerás mañana”. Como niña, no consideraba lo bueno como lo que más me gustaba y mucho menos lo que era más fácil de procesar. ¡Cuántas vueltas habrán dado mis molares a un sabroso novillo!
Me permitieron saborear, tocar, quemarme, mancharme, enchilarme, oler. Me ilustraron a través de la experimentación a manejar el cuchillo y el tenedor con destreza y a poner la mesa. La mesa, ese lugar sagrado donde compartir nuestra vida, donde conversar.
Me consuela pensar que el único hermano con descendencia ha inculcado esas mismas enseñanzas a mi sobrina y no ha cedido a la perversión de delegar la responsabilidad de educar su paladar a la escuela. Quizá por eso tenga la certeza de la buena labor de transmisión del patrimonio culinario. Pero, ¿es legado o es animadversión por lo que se considera pecado?

Confieso que, en ocasiones, me he dejado seducir por frutos que llegan desde rincones remotos de la tierra para adornar nuestras mesas movida por complacer la curiosidad gastronómica, por placer, por poner en práctica mis clases de cocina o por pura extravagancia, sin siempre ser consciente de la huella pestilente y contaminante que dejan a su paso. Y tampoco con la aculturación que eso supone.
Raramente sentimos el peso del remordimiento: ¿acaso no es un sentir afín a las almas atormentadas? Juzgar está de moda, pero el arrepentimiento no.
Esta pasión por lo desconocido no se aborda con transparencia para que sepamos, con certeza, el origen de lo que estamos consumiendo. A veces, la exótica fruta que añadimos a nuestra cesta de la compra proviene de nuestro propio territorio, de cultivos locales destinados a imitar a las especies lejanas. El guirigay es monumental: maracuyás canarios, papayas y aguacates andaluces, kiwis gallegos y asturianos. ¿Debemos renunciar a productos que, si bien cumplen con la mitad del ideal de proximidad, desafían el acervo cultural y la temporada? ¿Deberíamos anteponer la responsabilidad social o el placer de pecar?
A propósito de esto, recuerdo aquel cumpleaños en que me acomodé con ansia en un comedor clásico de renombre y algún que otro galardón en Castilla y León. A pesar de que la región cuenta con bastante producto digno de ensalzar, mi elección se tradujo en una experiencia decepcionante. Croquetas y bravas dictadas por promesas de un sabor que nunca llegué a percibir; las desafortunadas “zamburiñas” —bien llamadas volandeiras—, ese dichoso molusco que parece burlarse de la propia noción de tiempo y espacio. El marisco en pleno agosto castellano como práctica común. El menú, desprovisto de personalidad, incluía cangrejo soft shell crujiente y ensaladilla de centollo, de nuevo tan fuera de lugar en el contexto mesetario.
Una experiencia en la que me sentí saboteada y donde, al salir, tuve sensaciones cercanas al secuestro. Froté mis ojos y me rasqué la cabeza. ¿Dónde demonios me encuentro? Estaba desubicada. No tenía claro si era invierno o verano, ni cuánto tiempo había pasado. Me dejé llevar por las críticas y, además, las fotos funcionaban en Instagram. Volví a pecar y, con ello, a valorar lo que de verdad importa y a formarme una opinión propia, a crear mi propia escala de lo ‘cool’.
Sostengo la importancia de resaltar lo que distingue a cada estación, a la proximidad, a la cuna. Rasgos que marcan tendencia en los mejores espacios gastronómicos mientras la sociedad cada vez los consume menos.
Los restaurantes, en mi perspectiva, desempeñan un papel fundamental como embajadores de su entorno, teniendo la responsabilidad de comunicar esta idea a sus comensales. Una labor heroica, sobre todo en urbes donde se trabaja en entornos carentes de paisajes naturales, ante tanta competencia y ruido de fondo. También es nuestra labor como periodistas.
Así que cometamos deslices y asumámoslos, no seamos esclavos de lo que se nos dicta. Es la única forma de ver las cosas con nuestras gafas, de no apostar al rojo o al negro, ni a lo correcto o a lo incorrecto. Las fuerzas son opuestas pero complementarias. Tenemos la responsabilidad de la consciencia y la conciencia, pero no creo que tengamos que obligarnos a tratar de salvar el mundo cada día.
Permitámonos pecar.






