ORIGENES

El perfume ancestral de la aurora

Una madrugada en la panadería de Julia, donde la paciencia y el oficio mantienen vivo el pan que la industria amenaza con borrar.

Crónica de un encuentro con el olor del pan.

En el silencio del alba, cuando la luz aún no decide si aparecer, la panadería de Julia respira un olor que no necesita anuncio. Un olor antiguo, húmedo, tibio: el del pan que empieza a ser. Es un aroma físico, reconocible, casi táctil. Se aferra a la ropa, a las manos, al recuerdo. Se extiende por la sala como una señal de que algo está ocurriendo allí dentro, algo lento y esencial que ninguna máquina industrial puede reproducir.

Cada vez que vuelvo a mi ciudad, ese olor me encuentra antes de que yo lo busque. Viene desde la calle estrecha, se contonea entre las casas, sube por la persiana a medio alzar y me lleva directa a mi infancia; entonces saltaba para que Julia me viera entre la multitud de adultos ansiosos que siempre optaban por colarse. Ahora no hay multitud. Solo madrugada, harina suspendida en el aire y Julia, que no ha abierto aún y trabaja en silencio, como si el mundo dependiera de que esta hornada salga bien.

Julia tiene unos sesenta y dos años. Es risueña y sin dulzura forzada. Trabajadora sin exhibición. Una mujer hacendosa que amasa como quien solo respira: sin esfuerzo aparente, sin prisa y sin ego. Cada vez que golpea la masa contra la mesa, un pulso seco la recorre. Un golpe que espanta el sueño y marca el ritmo de la mañana. La harina cae como una nevada mínima. La levadura borbotea en voz baja. Todo es físico, concreto. Nada de metáforas: lo que ocurre aquí es real.

“Cada pan cuenta su propia historia”, me confiesa sin dejar de amasar. Lo dice mirando a su obra, no a mí. La harina le sube por los brazos, el pelo recogido le cae en un mechón a la frente, pero no se detiene.

La panadería es un catálogo de olores que no compiten, conviven: leche, mantequilla, manzana verde, café tostado, cebolla al horno y notas a caramelo y a cerveza. Ella los reconoce uno por uno mientras trabaja, como si identificara voces queridas dentro de un coro.

Ella no teoriza, no pontifica. Cuando le pregunto si no es duro este oficio, se limita a sonreír.
“Es trabajo, claro. Pero es un trabajo que alimenta. No puedo pedir más”, explica mientras observo cómo pliega la masa con la precisión de quien ha repetido el gesto miles de veces. Es un movimiento breve, contenido, casi invisible en su importancia. Allí, en ese pliegue, se hallan siglos de cultura. Pienso en el acto compartido del pan en mesa familiar, en cómo se parte con las manos y por qué, en los rituales religiosos y en la unión cultural a través de un gesto que no necesita idiomas. Todo lo que se pierde cuando el pan se convierte en producto industrial, homogéneo y rápido.

Julia deposita las hogazas sobre la mesa. Las mira con una calma que parece heredada de otra época.
“La paciencia es clave”, murmura. Lo dice mientras se limpia la harina de las manos con un trapo algo viejo. Nada en su gesto pretende enseñanza; simplemente es lo que es.

Cuando abre la masa con la cuchilla, el sonido es tan preciso que corta el aire. Ese corte determina la forma del pan. Su respiración. Su destino. Luego enciende el horno y, durante unos segundos, la panadería espera. El calor toma cuerpo. La masa empieza a crecer. El pan cruje, un sonido que recuerda a un paseo de niño sobre hojas secas o a las primeras pisadas sobre nieve recién caída.

La primera hornada sale del horno y Julia la observa con un orgullo discreto. “Mientras esto exista, todo irá bien”. Y pienso en la violencia silenciosa con la que el pan industrial ha ido borrando este gesto de miles de pueblos. La luz fría de los supermercados, las barras idénticas, la prisa disfrazada de modernidad. Pan sin alma. Pan sin nadie detrás. Pan sin vida.

Me ofrece una rebanada. El pan quema un poco las yemas de mis dedos. Lo acerco a la nariz. El aroma llega desde fuera primero, directo. Luego, al masticarlo, regresa desde dentro, retronasal, más profundo. Julia me mira de reojo, como quien sabe exactamente lo que va a ocurrir. “El pan te coloca”, dice con una sonrisa torcida. “Te recuerda quién eres».

La mesa es ahora un museo de hogazas recién nacidas. El tiempo en la panadería pasa distinto: no avanza, se posa. Afuera, la ciudad empieza su día; dentro, Julia sigue en su combate diario contra la uniformidad que ofrece la industria. Sin discursos. Sin romanticismos. Solo haciendo lo que mejor sabe hacer: pan.

Antes de que abra la puerta, me detengo un segundo. La panadería huele a hogar y a resistencia. Julia recoge sus utensilios con una serenidad que desarma. No parece consciente de la importancia de lo que hace: mantener vivo un oficio que podría desaparecer si nadie lo sostiene a diario con las manos llenas de harina. Tampoco sé si somos conscientes de lo que supondría.

Salgo a la calle. El aroma se mezcla con el aire frío. No quiero que se desvanezca. No quiero que este olor sea uno más de los que el tiempo borra.

Quiero que permanezca.
Que dentro de muchos años alguien respire este perfume y sepa que aquí, en esta madrugada anónima, una mujer llamada Julia salvaba el pan real del olvido y, con ella, nuestro futuro.

Engulle nuestra Newsletter

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba