Lavanda en Castilla y León: cuando el aroma no basta
Cosecha aromática con precios por debajo de coste, estrategia ecológica como salvavidas.
Durante años, la lavanda ha sido algo más que una planta en Castilla y León. Se convirtió en símbolo de paisaje, turismo rural y una forma alternativa de agricultura.
Campos violetas que florecen cada verano en lugares como San Felices, Caleruega o Tiedra, atrayendo a miles de visitantes con sus fotos, su fragancia y su estética. Pero detrás del espectáculo visual, hay una realidad que ya no se puede ignorar: el cultivo de lavanda atraviesa una profunda crisis económica.
El precio del aceite esencial de lavanda ha caído de forma brusca en los últimos años. Si en 2020 se pagaban entre 30 y 35 euros por kilo, hoy apenas alcanza los 10 euros. Un descenso del 70 % que ha descolocado por completo a los productores, muchos de los cuales se encuentran vendiendo por debajo del coste de producción.
Castilla y León no es una región marginal en esta industria. Cultiva actualmente 1.869 hectáreas de lavanda y lavandín, lo que representa el 20 % de toda la superficie nacional. Y, sin embargo, el mercado no responde. La situación ha obligado a muchos agricultores a replantearse el modelo, buscar alternativas y diversificar para no abandonar por completo este cultivo.
En San Felices (Soria), por ejemplo, hay explotaciones que superan las 60 hectáreas, y que han optado por recolectar pese a los bajos precios. El objetivo, hoy más que nunca, es resistir.
Ante esta caída, muchos productores han apostado por una estrategia ecológica. La idea es sencilla, aunque no fácil de ejecutar: abandonar el uso de pesticidas y herbicidas, certificar la producción como orgánica y entrar en mercados de valor añadido, como la cosmética natural o la aromaterapia.
Lo explica bien Luz Ruiz, desde el Centro de Interpretación de Tiedra, donde además de cultivar, se hace divulgación sobre la planta y sus usos. “El cultivo ecológico exige más trabajo, claro —más desbroce manual, más auditorías—, pero también nos permite diferenciarnos y llegar a un consumidor que valora lo natural”, señala.
No es solo una cuestión de precios. Es una apuesta a medio plazo por dar a la lavanda una identidad sostenible y viable.
Pero, ¿por qué ha caído tanto el precio del aceite de lavanda? La respuesta tiene varias capas. Por un lado, la creciente competencia de países como Rumanía o Bulgaria, donde los costes de producción son mucho más bajos. Por otro, la aparición de extractos sintéticos mucho más baratos que las esencias naturales, que han ganado terreno en sectores como la perfumería o la cosmética industrial.
Y, además, está la paradoja de la demanda: el producto gusta, se usa y tiene valor, pero el margen se queda en otros eslabones de la cadena, lejos del productor. Como ocurre en otros cultivos, el campo no decide el precio. Lo hacen los intermediarios, los mercados internacionales y, en última instancia, la industria.
En algunas zonas, la floración de la lavanda se ha convertido en evento turístico. Julio atrae a miles de visitantes que buscan esa imagen bucólica para Instagram o TikTok: mar de flores violetas, luz dorada, aroma intenso. Hay pueblos como Moradillo o San Esteban de Gormaz que ya lo incluyen en su calendario de atracciones.
Este tirón visual genera ingresos indirectos —alojamientos, visitas guiadas, productos derivados—, pero no sustituye a un modelo agrícola rentable. La lavanda no puede sostenerse solo como postal bonita. Requiere reconocimiento económico por el trabajo que supone su cultivo y destilado.
¿Hay futuro para la lavanda? La respuesta no es definitiva, pero sí esperanzadora. Hay cooperativas como ‘La Burgalesa’, en Caleruega (Burgos), que siguen apostando por este cultivo. Han ampliado su superficie con 20 hectáreas más este año y planean expandirse. Su modelo combina producción ecológica, venta directa y elaboración de productos derivados (jabones, aceites, velas), acercándose al consumidor final sin tantos intermediarios.
También hay un esfuerzo por innovar desde lo rural: destilerías pequeñas, experiencias sensoriales, talleres y formación. Pero todo esto necesita apoyo. Porque el riesgo es claro: que, sin medidas, sin precios justos y sin políticas rurales eficaces, el campo pierda otro cultivo alternativo más.
La lavanda es muchas cosas a la vez: paisaje, símbolo, cultura, turismo y negocio. Pero si no se equilibra esa ecuación, puede quedarse solo en lo simbólico. Y lo simbólico no paga facturas.
Si de verdad queremos que haya futuro para cultivos como este, hacen falta decisiones estratégicas. Que el sector tenga respaldo. Que los precios no se hundan. Que el producto ecológico se valore. Que la belleza de un campo en flor no esconda el agotamiento de quienes lo trabajan.
Porque si no protegemos la lavanda ahora, puede que en unos años no quede nada que fotografiar.






