Burgos se rinde a su morcilla: un festival que supo mucho más que a tradición.
Tres días de pinchos, vino y estrellas Michelin bastaron para que el primer Festival de la Morcilla de Burgos dejara claro que ha nacido un clásico.
Entre catas, concursos y plazas a rebosar, la ciudad descubrió que su producto más emblemático también sabe mirar al futuro.
El humo de las parrillas se mezclaba con el tañido de las campanas de la Catedral. Era imposible caminar por la plaza del Rey San Fernando sin tropezar con alguien con una copa de vino en la mano y una tapa de morcilla en la otra. Burgos se soltó la melena durante el primer Festival de la Morcilla. Y el resultado fue un festín colectivo que superó todas las previsiones.
La Federación de Empresarios de Hostelería de Burgos y la IGP Morcilla de Burgos apostaron alto. Y acertaron. La cita ha nacido con la ambición de quedarse. “Esto es solo el principio”, decía Carlos Niño, concejal de Medio Ambiente, convencido de que el Festival de la Morcilla será una “cita obligada de forma anual”. La frase flotaba en el aire como un deseo compartido entre cocineros, productores y público.
La presidenta de la IGP, Maribel Martín, quiso poner públicamente de manifiesto que el manjar por excelencia de la gastronomía local es sinónimo de “identidad, cultura, historia y, sobre todo, futuro”. Una declaración que resume el espíritu de un evento que ha sabido mirar al pasado sin miedo al porvenir.
Y es que la morcilla burgalesa se convirtió, por fin, en protagonista absoluta. En los fogones y en las calles. En los platos de los tres chefs burgaleses con estrella Michelin —Miguel Cobo, Ricardo Temiño y Alberto Molinero—, que ofrecieron muestras multitudinarias reinterpretando el clásico con técnica, respeto y creatividad.

Otros seis cocineros burgaleses tomaron los fogones con la morcilla como punto de partida y destino final. José María Temiño (Maridaje’s), Ángela Vázquez (El Bosque Encantado GastroGin), Luis Eduardo Calojero (Paquita Mariví GastroBar), Antonio Arrabal (La Jamada), Jano Mory (Sabores Peruanos) e Isabel Álvarez (Maricastaña). Y también en las manos de los cocineros invitados de León y Zamora —Santiago Vicente (Hotel Rey Don Sancho) y Jonatan Garrote y el leonés Javier Rodríguez (Restaurante Delirios)— que se sumaron a la fiesta aportando sus propias versiones del embutido más icónico de nuestra comunidad.
“Absolutamente positivo”. Así definía el balance Enrique Seco, presidente de la Federación de Empresarios de Hostelería, visiblemente satisfecho. “Lo que más se ha repetido estos días es: ‘¿Por qué ha habido que esperar tanto para hacer una feria nacional?’”. Y añadía: “La acogida ha sido espectacular”. Tenía motivos para sonreír. Los bares se desbordaron, los vinos se agotaron, y hasta las copas escasearon, obligando a servir en vasos de plástico. “Una buena señal”, se bromeaba.

A pocos metros, los talleres y catas se sucedían sin respiro. Gente de todas las edades aprendiendo a embutir, catando vinos de la D.O Ribera del Duero y Arlanza, descubriendo que la morcilla también marida con cerveza San Miguel o incluso con un cóctel sin alcohol creado por Coca-Cola. A esas alturas, el aroma a pimentón y cebolla horcal ya se había mezclado con la música, los brindis y el murmullo de miles de personas disfrutando sin prisa.
Entre tanto bullicio, el Concurso Nacional de Tapa con Morcilla de Burgos aportó el toque competitivo. En la categoría profesional, los finalistas llegaron desde Logroño, el País Vasco y Palencia, dispuestos a ganarse el paladar del jurado. Finalmente, Jano Mori, del restaurante Sabores Peruanos, se alzó con el primer premio gracias a una creación que mezclaba la tradición burgalesa con guiños a su herencia andina. En la categoría amateur, dos jóvenes burgalesas, Carolina González y Alba García, de la Asociación de Mujeres en Gastronomía, demostraron que la cantera también cocina con corazón.

Pero más allá de los nombres, lo que quedó claro es que la morcilla no entiende de fronteras ni de etiquetas. La probaban turistas, familias, curiosos y hasta los jugadores del San Pablo Burgos, que el domingo por la tarde se animaron a ponerse el delantal. El ambiente era tan distendido que más de uno acabó pidiendo fotos con los cocineros o improvisando un brindis con desconocidos.
Los organizadores ya piensan en la segunda edición. Lo dicen sin rodeos: “Esto ha venido para quedarse”. Y no les falta razón. Burgos ha demostrado que sabe organizar una gran cita gastronómica sin perder su esencia. Que la cocina local es patrimonio y que, a veces, basta con mirar al propio plato para descubrir el futuro.
Y sí, hacía falta. Porque detrás de cada tapa hay una historia de productores, de obradores familiares, de generaciones que han mantenido viva una receta humilde y rotunda. El festival no solo ha servido para vender más morcillas, sino para poner rostro y valor a quienes las elaboran cada día.
Cuando cayó la tarde del domingo, y el olor a parrilla empezaba a disiparse, quedaba la sensación de haber estrenado algo importante. No un evento más, sino una cita con potencial para crecer, para atraer a cocineros de toda España y convertir Burgos en destino gastronómico de referencia.
Ese “menú de ciudad” fue posible gracias al convenio entre la Federación de Hostelería y el Ayuntamiento de Burgos, una alianza que huele a continuidad. A su alrededor, un puñado de aliados imprescindibles: las bodegas Marta Maté, Olimarum, Mosaico de Baco, Alidis, Sierra y Gotas de Rocío, que maridaron la fiesta con tintos y blancos de carácter; y las empresas de la IGP Morcillas Tere, Morcillas Lesmes, La Antigua de Gamonal, El Revillano y La Ribera, guardianas de la receta y la memoria.
El evento contó además con la colaboración de la Diputación Provincial a través de Burgos Alimenta, la Escuela de Hostelería y la Asociación de Sumilleres. Un tejido de apoyos que demuestra que la gastronomía, cuando se hace territorio, se convierte en motor común.
La primera edición del Festival de la Morcilla ha sido un éxito, sí. Pero, sobre todo, ha sido una celebración del gusto compartido. De la capacidad de una ciudad para rendirse a su sabor más propio y hacerlo con estilo. Entre copa y tapa, entre tradición y modernidad, Burgos se descubrió a sí misma. Y lo hizo con morcilla, claro está.






