La Rasa de Soria: un océano de manzanos que brota en mitad del páramo
Al amanecer, en La Rasa (El Burgo de Osma) no suena el canto de los pájaros, sino a un murmullo acuoso: miles de aspersores rocían los troncos con un velo de agua fina para engañar al hielo tardío. El sol tarda todavía en estirar las sombras, pero el aire ya huele a fruta verde, a un dulzor incipiente que llegará a su apoteosis en octubre.
Quien contemple las hileras perfectas desde la colina puede creer que observa un tablero de Go infinito. 2,34 millones de manzanos repartidos en 1.054 hectáreas (5 veces el Principado de Mónaco). La mayor plantación de Europa en un rincón de 52 habitantes en Soria donde uno esperaría hallazgos celtíberos o páramos de cereal, nunca un mar de manzanos alineados.
La historia de este vergel comienza con una renuncia: la remolacha azucarera, fatigada y poco rentable, cedió el paso a un cultivo que necesitaba frío extremo y largos días de sol para brillar. Pero además albergó un aeródromo de la Legión Cóndor durante la II Guerra Mundial y la casa donde nació el líder sindical Marcelino Camacho. Hoy, en este rincón, se producen más de 195 millones de manzanas al año.
El grupo Nufri midió la geografía como un sastre mide una americana y encontró aquí su traje a la medida: inviernos secos, veranos de contraste térmico y una meseta cercana a los novecientos metros. A pie llano regadas por los ríos Duero y Ucero con un clima que les permitía desarrollar “no la mejor manzana de España, sino la mejor de Europa”, señala Mercè Gomà, responsable marketing.

Desde 2009, la finca se ha ido poblando por cuadrantes, cada uno bautizado con números que recuerdan ciudades, cediendo el protagonismo a variedades de apellido anglosajón: Envy, Fuji, Golden y Evelina; los cuatro tipos más apreciados del mercado español.
Hay algo hipnótico en la coreografía de la cosecha. Cada septiembre, cuadrillas de recolectores—muchos repiten campaña tras campaña— se despliegan con tijeras y cajas ventiladas. Apenas un zumbido de tractor rompe la quietud; el resto es música de pasos sobre hierba húmeda, «plop» metálico de frutos cayendo en un contenedor que luego flota en piscinas de agua helada. El orgullo de la casa no es la cifra —39 millones de kilos de manzanas recolectadas, un 10 % del consumo nacional— sino la caricia con que la manzana llega al consumidor: sin una sola magulladura, con la piel brillante gracias a la alternancia de noche fría y día radiante que endurece sus células como si fueran muros de alabastro.
La tecnología se mezcla con la paciencia campesina. Sensores enterrados cada veinte metros informan en tiempo real del estrés hídrico; cámaras hiperespectrales clasifican los calibres como un joyero distingue quilates. Sin embargo, basta tocar la pulpa —no hace falta más ciencia— para notar el milagro del altiplano: al morder, la fruta cruje en mil esquirlas dulces y deja un rescoldo ácido que limpia el paladar.
Pero La Rasa es más que un logro hortícola: es un motor en un territorio de pueblos minúsculos. Este ambicioso proyecto, que se creó hace 50 años por cuatro agricultores y que, a día de hoy, emplea de forma directa a más de 2.000 personas, no surgió de la noche a la mañana. Antes de plantar el primer árbol, se realizaron dos años de estudios climáticos exhaustivos. «Dado que el clima en Soria es duro, teníamos que estar muy seguros de lo que íbamos a hacer porque la plantación era muy grande y teníamos que contar con sistemas antiheladas y granizadas», explica Josep Gomà, responsable del proyecto.
Una vez tomada la decisión, comenzó una producción escalonada que ha llevado más de una década. Pese a la severidad del clima soriano, sus más de 2.000 horas de sol al año y la marcada amplitud térmica entre el día y la noche se han revelado como aliadas clave
Actualmente, la manzana de La Rasa no solo cuenta con el sello de garantía Tierra de Sabor, sino que también aspira a la Indicación Geográfica Protegida (IGP) Manzanas de Soria.

Un lugar para mirar y probar
Conscientes del valor emocional y cultural de lo que están haciendo, hace cuatro años decidieron abrir las puertas y mostrarlo. Así nació la Ruta de la Manzana de Soria, un recorrido que va más allá del agroturismo. Aquí no se viene solo a ver árboles: se viene a entender qué es una manzana cuando nace del frío, de la espera, del cuidado. Se aprende a reconocer variedades, a saborearlas con atención, a escuchar cómo cruje la pulpa como quien escucha la historia de una familia.
La visita incluye también un paseo por la historia del municipio, fundado en el siglo XIX, y una cata guiada donde se experimentan los matices, las texturas, la profundidad de lo simple. El plan tiene algo de lúdico, sí —es apto para niños y adultos, con precios de 5 y 10 euros—, pero sobre todo tiene algo de rito. Es una forma de acercarse al territorio desde la raíz, de reencontrarse con el valor de lo invisible.



